
Hoy me han entrado tremendos deseos de darle un beso a una mujer, pero no un beso de rosqueta y chupeta, apenas un besito cubano en la mejilla de simple saludo. Estamos en plena época de navidad y hoy fue la cena navideña de la firma donde trabajo. Me refiero a la empresa que me paga y donde trabaja el joven amable que me contrató. Se reservó una mesa en un restaurante de la ciudad de Karlsruhe, pero antes estuvimos dando una vuelta por el mercado de navidad de la ciudad. Alemania es muy famosa por estos mercadillos que se montan en las ciudades en el mes de diciembre antes de las navidades y son muy similares a las fiestas del verano porque están los aparatos para los niños, los quioscos con artesanías y las bebidas. Estos mercados de noche son una experiencia encantadora porque se combina toda la luminosidad alegre de los motivos navideños engalanando las plazas con una gama de aromas inolvidables flotando en el aire. De manera inconfundible se puede distinguir el olor de las galletas de jengibre, el de varios tipos de nueces y almendras, de dulces rellenos, el sabor dulzón de las crepas, así como el dominante olor de jugos de frutas calientes juntas en el Punch para niños mezclado con el vapor del Glühwein. Este es un vino caliente imprescindible en estas fechas para aguantar el frío que hace cuando el sol descansa. Los alemanes son muy puntuales y esa característica suya la he adoptado con agrado como mía, pero hubiese sido mejor no tenerla ese día porque de los primeros en llegar y los Glühwein no eran suficientes para soportar el frío infernal de temperaturas cercanas a cero grados centígrados. Al menos tuve la suerte de conocer muchos colegas, hombres y mujeres, a quienes les di la mano sin establecer diferencias en cuanto al género, sin embargo, reconozco que más de una vez desee estar en Cuba y espantarle un beso en la mejilla a una muchacha, cosa que por supuesto no sucedió. Salvé la vida al evitar la congelación cuando finalmente decidieron ir a comer al restaurante y entrando al local fui directo al baño a revivir mis manos con agua caliente porque ya no me las sentía del frío. Con mis manos de vuelta comenzó el acto protocolar, porque los alemanes son muy ceremoniosos, cosa que no está mal y en Cuba a punto de comer y con hambre a nadie se le ocurriría meter un discurso. Me tuve que aguantar entonces a que el jefe de la firma agradeciese a todos por el año de trabajo y por la confianza en la firma. Hasta con un pequeño obsequio me sorprendieron en forma de taza para tomar café con mi nombre grabado. Me sentí muy bien por hallarme valorado y un poco mal porque ya la idea de buscarme otro trabajo ganaba fuerza dentro de mí, pero cuando me pusieron la carta para escoger que quería comer se trastocaron finalmente mis ideas. Ese día me di cuenta que después de casi un año en Alemania no había comido nunca un buen bistec de res. En los mercados había comprado carne de vaca varias veces, pero al final lo que había salido era una suela dura, me imagino que por la mala calidad de la carne. No dudé entonces en pedir el Rumpsteak, que es como un filete de res, pero cuando me preguntaron si lo quería jugoso, medio o bien hecho, respondí que término medio porque está en la mitad, un ni pa` ti ni pa` mí, porque yo no podía saber cómo me gustaba la verdadera carne de res. La carne de res que alguna vez comí en Cuba apenas era una sabanita flaca, dura y gris con más cartílagos y coyunturas que una rodilla. Cuando me trajeron el plato lo primero que quise hacerle fue tirarle una foto para tenerlo de recuerdo, pero me contuve de no mostrar mi hambre vieja delante de mis colegas alemanes. Poco a poco, con una lentitud exasperante disfruté mi primera carne de res con sentimientos algo encontrados y con la delicia de saber que era pagada por mi empresa. El placer exquisito de sentir el sabor de la res en mi boca mientras masticaba su consistencia suave no fue aplacado por la molestia de haber sido privado de semejante delicia por más de treinta años. No me sentí mal porque esa firma gana mucho dinero conmigo mientras alquila mis servicios y se queda con una parte de lo que pagan por mí. Me parecía justo el detalle que financiaran mi comelata y aquella cena exquisita mereció un postre supremo en forma de pastel de manzanas con mermelada caliente de cerezas y una bola gigantesca de helado de vainilla para armonizar antes de culminar con una buena taza de capuchino humeante. Tuve tremendas ganas de hacer como Blas, pero me tuve que aguantar dos horas más de conversación, pues las reglas de la celebración alemana incluyen conversar mucho sentados en la mesa, sin nada de música y por supuesto cero baile. Al final cuando el primer alemán se levantó, aproveché la ocasión y me despedí gentilmente de todos repartiendo apretones de manos masculinos y femeninos, así como el respectivo agradecimiento de cortesía al jefe por la invitación. De regreso me acordé de una fiesta empresarial de fin de año en Cuba, la de mi último trabajo criollo la celebraban el día de San Lázaro y aunque la comida no era tan suculenta ni exquisita como la europea, me divertía más. Bailaba mucho, contaba chistes en voz muy alta, me emborrachaba a veces incluso como un perro que redondeaban en excesos de palabras y de besos. Eso mismo, besos por todos lados, los que extraño ahora salvajemente, pero nada de besos en la boca como los que sobran en Cuba, ni robados o aceptados, ni de rosqueta y chupeta que parecen una competencia de descubrir cuanta lengua de uno es posible meter en la boca del otro. Ahora me conformaría con encontrarme a una simple conocida y darle un beso de amistad en su mejilla.
