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UN VIAJE SINGULAR A CONSOLACIÓN DEL SUR

19 de diciembre de 2020

En la época de mi maldición, cuando ni las muchachas menos agraciadas me hacían caso, conocí a Micaela. En el tumulto para entrar en una guagua de la ruta 52 en su primera parada en la CUJAE le abrí un espacio en la puerta para que entrase y al darme las gracias me sorprendió. Ese día hice lo imposible y hasta en peligro de caerme estuve para no restregarle el pesca’o en lo que podría llamarse como nuestra primera cita informal. Mi esfuerzo por evitar un contacto agresivo le causó mucha risa y la puerta llena de gente se repletó de carcajadas limpias y contagiosas que hacían crecer las flores en las cunetas por dónde pasábamos. Ella había terminado la carrera y venía a recoger algunas cosas en la beca para quedarse en casa de una amiga antes de regresar a su pueblo. No dudé esa tarde en acompañarla hasta su destino temporal y entonces me enteré del obstáculo mayúsculo e insalvable que se imponía entre nosotros: vivía en el Consolación del Sur en Pinar del Río. Tener una novia que viviera en Consolación del Sur en los 90 en Cuba era peor que si viviese en Australia, más que un problema, era una tortura. Claro que yo estaba más jodido que el Papa en una fiesta del perchero y tomándolo como una prueba del destino decidí irme hasta Consolación del Sur costase lo que costase.

Recuerdo aquel día como si fuese hoy, salí como a las ocho de la mañana al entronque de la CUJAE en la autopista a Pinar del Río y saqué un billete de veinte pesos que yo creo que ni para echarme fresco servía, pero era lo que había de presupuesto. A las once del día a punto de coger una insolación agravada con deshidratación y después de perder cinco libras de peso había decidido darme solo diez minutos más de tiempo antes de aceptar mi rutina de tipo maldito. En ese instante vi una camioneta Chevrolet del 46 que hacía más ruido que una cafetera tupida y empecé a ondear mis veinte pesos salpicando sudor por todos lados. El chofer me imagino se compadeció de mí, comprendiendo el peligro que corría mi vida y me imagino que para joder se detuvo como cien metros más adelante. Sin miedo a que el chofer arrancase después de verme hacer los cien metros en diez segundos me lancé a correr chapoteando sudor por todos lados. Empapado de la alegría sudorosa al ver que me esperaba le hablé casi sin aire después de un récord no homologado por tener el aire a favor y una pendiente que ayudaba.

−Chofe, ¿me lleva por veinte pesos hasta el entronque de Consolación del Sur?

−Suba paisano que lo llevo gratis, no faltaba más, le voy a cobrar con la cara de angustia esa que tiene, y tiene suerte porque hasta el mismo Consolación voy yo.

Sentí orgullo al descubrir que todavía había gente muy buena en Cuba y de un salto caí en el asiento pensando en Micaela. Tuve mucha suerte que el muelle suelto del deteriorado asiento se me encajase en medio de la nalga con más tejido adiposo y no en medio del ano. No hubiese sido lo mismo llegar a Consolación echando sangre por un hueco en una nalga que por el culo. Esto último hubiera sido difícil de explicar. Yo por suerte no tengo problemas de coagulación y sentado de lado por el dolor del punzonazo me refresqué el sudor con el aire que entraba por la ventanilla de la puerta sin cristal. Tampoco me importó comerme una familia de guasasas que revoloteaban encima de un bulto de basura al borde de la carretera mientras pasábamos por la parte de atrás del municipio de la Lisa.

Llegando a la novia del mediodía y mientras aumentaba la velocidad y me empecé a preocupar porque el Chevrolet sonaba por todos lados como una maraca desafinada. Detrás de una curva vi a lo lejos unos chivos cruzando la carretera y me comencé a asustar porque el chofer apenas reducía la velocidad ante el peligro.

−Oiga amigo, frene, frene que se lleva a los chivos. ¿Acaso no los ve?

−Es que no tengo frenos −me dijo con la mayor naturalidad del mundo y siguió tranquilamente mientras yo me puse a rezar por los chivos.

Los animales por suerte mostraron una agilidad inesperada y corrieron como demonios para esquivar al Chevrolet y sin poder evitar que le raspásemos el rabo a uno. Unos kilómetros adelante en la presa La Coronela y con el susto de los chivos todavía en el cuerpo descubrí a dos caballos pastando en la cuneta a unos doscientos metros de nosotros. Como ya yo sabía que no había frenos quise advertirle.

−Pita por lo menos mi socio, para que espantes a los caballos.

−Déjame decirte que este cacharro no tiene claxon, en estos días tengo que revisarle la electricidad.

Aquellos dos caballos se dieron tal susto que me juego lo que sea que seguro todavía andan corriendo.

En el entronque de Bauta, el estado de la carretera empeoró y con él a la orquesta de maracas desafinadas se sumó un ruido metálico crujiente que venía de la parte de atrás del carro.

−Mi amigo, ¿Usted no siente ese ruido tan fuerte allá atrás?

−No te preocupes muchachón, −me dijo− eso es que se me partieron los muelles de la amortiguación y los tengo amarrados con un alambrón.

−Vaya pa´ su madre y si no tiene ni frenos, ni pitos, ni amortiguadores ¿por qué no va por la central?, es más lento el viaje pero más seguro. ¿No cree?

−Qué va muchacho, la central tiene varias zonas de curvas un poco pronunciadas y como casi no tengo dirección tengo miedo salirme en una curva. Por la autopista el camino es muy recto. Pero no te preocupes que está todo controlado.

Me dio un golpe en la espalda para tranquilizarme y empezó a reírse. Menos mal que estaba todo controlado porque ya me estaba asustando. El buen hombre notó que no me tranquilizaba nada y me invitó a tomarse una cerveza fría en una cafetería en la entrada a las Terrazas. Hacía un calor de mil demonios y entre la cerveza y el baño donde alivié mis miedos revueltos en mi estómago, me tranquilicé. Antes de salir mi amigo, el chofer del Chevrolet le habló al dependiente de la cafetería.

−Ven acá mi hermano, no tendrás tres socios por ahí que nos den un empujoncito para arrancar, es que no tengo batería.

Tuvimos que ir a un campismo que estaba cerca y la suerte nos trajo a tres guajiritos risueños y buena gente que nos ayudaron sin protestar. 

−Mi amigo, ¿gasolina si tiene? ¿verdad?

−Que no se diga, petróleo del bueno, te dije que no te preocuparas. 

−No me preocupo, no me preocupo, de verdad que no me preocupo.

Pero si me empecé a preocupar y mucho porque aquel prodigio andante ha empezado a coger una velocidad endemoniada. Los números del cuentamillas estaban borrados, pero por la rapidez a la que se perdían los árboles del borde de la carretera, calculé unos 150 km por hora. Cagado del miedo y gritando porque el concierto de ruidos era endemoniado le imploré al Chofer.

−Oiga, por lo que usted más quiera, ¿usted está apurado? Yo no, ¿no puede ir más despacio?, nos vamos a matar, no tenemos ni pito, ni freno, ni muelles, ni dirección, ni batería. Aguante la pata por favor.

−Mira muchacho, tengo que apurarme que nos va a coger de noche y no tengo luces.