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PSICÒPATA

12 de agosto de 2021

Amaneció diferente, le inundaba el alma un raro deseo de hacer algo único. El curso de la historia necesitaba un giro radical y alterar la maldición de los viernes 13 era un buen comienzo. El año 1926 se antojaba ideal, pues 26 es dos veces 13.  El mundo nunca había sido más imperfecto y un nuevo diluvio universal lucía demasiado radical. Los detalles, había que trabajar en los detalles y decidió poner manos a la obra mientras olvidaba una vez más que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Fue entonces al estante de materiales de primera clase, de los que solo usaba en excepciones y comenzó a preparar la mezcla inicial. La excitación temblaba en sus manos a la vez que combinaba fortaleza y vigor con persistencia e ímpetu. La base para continuar era excelente. Desechó la temeridad y la audacia. La muy poca valentía se potenció con una precaución extrema. Un ejemplar tan valioso no merecía ser desperdiciado por riesgos innecesarios. En la inteligencia no tuvo reparos, pero meditó un poco acerca del tipo de intelecto, pues quien sabe de todo, no sabe de nada. Utilizó, por tanto, la casi totalidad de la inteligencia, relativa a las letras, de ciencias exactas, naturales o economía le puso solo lo básico y se desbordó en una memoria prodigiosa que fuese capaz de repetir incluso lo que no entendía. Se frotó las manos con entusiasmo antes de completar la segunda fase de talentos y se excedió en la locuacidad y en la rapidez mental.

Aquel ser maravilloso tendría la capacidad de generar emociones extremas, adoración enfermiza, fe ciega, amores desenfrenados e ilógicos, odios, rencores eternos y desprecio. Buscó otras maneras de protegerlo al máximo y lo llenó de una marcada intuición sobre los seres humanos y una exagerada desconfianza en todo. La imagen de la perfección lo horrorizó, pues lo perfecto pierde el atractivo y lo repletó de tozudez sin escatimar en ahorros.

Antes de introducirlo en el horno sintió orgullo de su obra. Los rasgos físicos ligeramente atractivos no llegaban a caer en la belleza que casi siempre se vuelve obstáculo. Con sumo cuidado lo colocó solitario en la zona de temperaturas estables del horno, donde las propiedades se adhieren con más fuerza a la mezcla y lo espolvoreó con derroche de simpatía y personalidad. El largo tiempo de horneado le invitó a una pausa merecida. Sonrió fumando encima de las nubes con la tranquilidad del que ha hecho bien su trabajo.

Al regreso bastó mirar un instante dentro del horno. El recuerdo del fallo olvidado le recorrió todo el cuerpo como una descarga eléctrica desgarradora y su cara se transformó en una mueca de espanto. El día anterior se había creado la cuota mensual de psicópatas y cuando eso sucedía, tres días de descontaminación para volver a utilizar el horno resultaban imprescindibles. En la cámara abundaban los gases de la traición mezclados con inmensas aptitudes para la manipulación de personas. Los niveles de falta de escrúpulos se maximizaban en las zonas de temperaturas estables y la habilidad para mentir envenenaba el aire caliente del horno. El color rojizo que había alcanzado tras la cocción no dejaba espacio a la duda.

“¿Qué he hecho?”, gritó. Entre sus manos yacía un alma incapaz de sentir amor, de tener la mínima empatía o misericordia con sus semejantes. Dispuesto a mandar a matar a los amigos que no tendría nunca, tampoco los iba a necesitar. Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar, de tristeza, de rabia, de miedo, de dolor. A su mente le venían una tras otra las posibles consecuencias para la humanidad. Terrible haber creado una obra maestra en su género.

No halló las fuerzas para destruirlo, ni para ubicarlo en un lugar determinado. No encontró las respuestas inexistentes, y cuando creyó descubrirlas no lo convencieron. Decidió entonces que la suerte eligiera el destino e hizo lo que unos años atrás había olvidado: lanzó los dados. Copió los números malditos en una hoja y los estuvo mirando una hora hasta que los aprendió de memoria. Finalmente introdujo tristemente las coordenadas de la mayor isla del Caribe en el ordenador y rezó por la suerte de los otros seres elegidos para compartir tiempo y espacio. Bajó la vista antes de presionar la tecla de la encarnación.

–Lo siento mucho Cuba. –El susurro de dolor le quemó el corazón.