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MUJER DE MÁRMOL

8 de enero de 2021

Me encantaría ser un globo inflado para acercarme a cualquier punta afilada y desaparecer con el ruido de la explosión o dominar alguna técnica esotérica que me permita desmaterializarme y esconderme en otra dimensión para no existir en este lugar y en este exacto momento.  Había llegado al punto de quiebra, donde la balanza cae definitivamente hacia el lado de la realidad innegable. El instante después de la eyaculación se convierte en la prueba de la verdad, un momento en que todo se observa más claro, en el que el verdadero sentimiento se muestra sólido y sin posibilidad de autoengaño. Ese segundo convierte la pasión en amor, o como ahora, un deseo salvaje se vuelve un capricho innecesario que pudo ser evitado. Estoy sentado al borde de una cama extraña al lado de una preciosa estatua de mármol preguntándome como carajo llegué hasta aquí.

La vida del hombre latino es una competencia sexual constante: cuando naces te entregan una libretica mental y un bolígrafo metafórico para que anotes una a una las mujeres con las que has tenido sexo. Instantes antes de morirte, aunque para algunos puede ser algunos años antes, pasan recogiendo la libreta para que en el acto de recibimiento en el infierno se agasaje a los vencedores con mayor número de conquistas o se expulse deshonrosamente al paraíso a los que no llegaron a llenar más de dos o tres renglones. Para esta competencia permanente, nuestros padres nos preparan desde niños con las preguntas de; si ya tienes enamoradas, si te gusta alguna niña o cuantas novias tienes. El infante descubre por instinto que mientras más alto el número respondido, más grande es la sonrisa aprobatoria en la cara de su padre, aunque tampoco hay que exagerar porque si se le ocurre decir que veinte, incluyendo a la maestra, entonces será su madre la que intervenga con el objetivo de frenar una carrera incipiente de depravado sexual. También de joven ocurren chequeos imprevistos de control y ayuda donde se cuentan los renglones escritos en la libreta y al final te envían unas conclusiones tales como: recuerda que el tiempo de vida sexual es limitado, no seas tan exigente que no buscas una mujer para casarse y el que come bueno y malo como dos veces, deja de escribir “mano derecha” o “mano izquierda” como si fuesen mujeres porque ya has gastado tres libretas en dos meses y la masturbación no cuenta aunque la haga una mujer. A mí una vez me pusieron un comentario que todavía me hace sonreír, decía más o menos así: sabemos que estas pasando momentos difíciles, pero tampoco hay que exagerar, a ese ritmo te ganas el premio al mejor comedor de carroña, ser un poco selectivo tampoco está mal. Esta competencia constante produce un hombre que recuerda al cazador del paleolítico, con el que compartimos la misma información genética y que vive en una búsqueda constante de algo que cazar. Esa forma de vida te lleva al elogio femenino por inercia y al ataque en algunas ocasiones innecesario y evitable.

A ti había que detenerse para mirarte no solo por tu cuerpo espectacular de curvas pronunciadas y carnes distribuidas en exceso de armonía por todos lados, así como por tu andar cadencioso de masas saltando que invocaban un vaivén frenético. Tu rostro perfecto de ojos de color verde claro, grandes e interrogantes se dulcificaba en cada rizo de tu pelo largo y negro, armonizando con tu voz siempre baja y melodiosa. Sin embargo, faltaba algo que me costaba identificar y ese detalle cambiaba el conjunto. No podía definir si era el aburrimiento de la perfección, la ausencia de maldad o fiereza en tus ojos o que nunca te veía reír a carcajadas, apenas una sonrisa que parecía ensayada. Además de un cazador, yo tengo un investigador curioso dentro y la búsqueda de esa pieza que no encajaba en el rompecabezas me hizo acercarme y te invité a salir esperando una negativa, pero me sorprendió un sí descafeinado.

La noche estuvo bien, pero sin excesos y la conversación fue amena, pero predecible. Por más historias graciosas que conté tampoco pude llegar a la carcajada y el tema que más te entusiasmaba resultó la barrera que representaba tu belleza para que los hombres te invitaran a salir. La botella de vino que bebimos me puso contentón y a punto estuve, perdidos los miedos, de meterme debajo de la mesa para darte una sorpresa, pero no mordiste el anzuelo con ningún comentario picante lanzado por mí y temí destruir la noche que después de todo no estaba tan mal.

En tu apartamento decidí atacar y me volviste a sorprender con tu aceptación sin demasiada alegría, aunque tuve la sensación de que no te agradaba demasiado mi lengua dentro de tu boca. De todas maneras, no me detuve esperando el “no” que nunca llegó, como tampoco existió mi euforia ante el espectáculo del cuerpo desnudo de una mujer escultórica. Descubrí en ese instante el detalle desvalido en el conjunto: faltaba vida. Extrañaba una risa contagiosa que delatara tu presencia, el desespero de un beso por primera vez, una voz demasiado alta que denotase molestia, que me quitaras la ropa con desenfreno, que te lanzaras por mi virilidad como el vampiro al cuello de su víctima y como hice yo contigo esperando encontrar una frase de aliento, un golpe o hasta un insulto que me dejase sentir que lo disfrutabas. Me aburrí del jadeo monótono en voz baja, de que no movieras tu cintura hacia mí como quien quiere más, de que tus manos se quedaran clavadas en mi espalda y de que protestaras por cada nueva posición intentada para buscar tu comodidad de acostarte boca arriba, con las piernas ligeramente arqueadas e impacientes por terminar con la tarea programada. Tus ojos sin ganas de verme quedaron cerrados aparentando placer cuando no tenía dudas de que querían evitar la mirada que los descubriera. Tuve ganas de detener todo aquello y desaparecer, cancelar lo que no debió comenzar y pedirte perdón, pero escogí imaginarme a una mujer imperfecta, sin tanto seno quizás, pero flaca y ágil, de un buen culo sin exagerar, pero que estuviese viva, me mirase a los ojos, me suplicase que no parara y que cuando terminase se abrazara a mi llorando de placer y me dijera que yo era su hombre. Pero cuando caí sobre ti me apartaste con sutileza y te fuiste al baño a esperar a que me durmiera solo.

Ahora no logro conciliar el sueño y aquí estoy sentando al borde de la cama pensando que no sería justo desaparecer sin decir nada. La culpa también es mía porque yo comencé todo esto y tu responsabilidad es no saber decir que «no» si yo no soy el hombre que mueve tus cimientos. Quiero pensar que la escultura majestuosa de mármol que hay en la cama puede ser una mujer distinta en otras manos que logren calentar su piel fría, convertir sus piernas en serpientes lujuriosas y transformar un suspiro en gritos de pasión. Pero como soy un error del sistema voy a esperar que te despiertes, te inventaré una mentira piadosa de haberla pasado bien contigo y me iré para siempre a buscar a una mujer que este viva, como la flaca que me imaginé anoche mientras tu gemido acompasado delataba que estabas muerta.