Me abriste la puerta cuando toqué a la casa de mi vecino a pedirle que me prestara su taladro para abrir unos huecos en la pared y no supe que decirte. Te pregunté apenado por tu tío sin saludarte y me respondiste con una sonrisa que perdonaba mi falta de educación. Tu invitación a pasar me pareció más bien una solicitud de conversación y la acepté sin chistar porque no quise repetir un segundo desagrado. No habíamos vuelto a hablar desde nuestros tiempos de adolescentes cuando coincidíamos en el mismo grupo de muchachos del barrio. Más de una vez nuestras hormonas incipientes nos jugaron una buena pasada en la parte más oscura e invisible del portal de la bodega de la esquina y siempre tuve la sensación de que querías averiguar cuanto de tu lengua cabía en mi boca. No hubo progresos porque la inexperiencia no es la mejor amiga de la valentía y porque una semana después con doce años me fui para la beca y tú dejaste de visitar a tu tío en las vacaciones. En los tiempos que siguieron te convertiste una sonrisa amable alimentando mi curiosidad por las curvas de tu cuerpo desnudo, hasta la tarde en que no te reconocí. Yo seguía transparentado en la insignificancia, estudiaba en la CUJAE, en el puro hueso de tanta bicicleta, sin un peso en el bolsillo y con la única opción de una conquista basada en el fresco del malecón. Tú sin embargo habías cambiado porque ya trabajabas de cajera en una tienda en dólares. Tu olorosa piel de perfumes caros ignoraba el sudor del pedaleo bajo el sol dentro de aires acondicionados. La curva de tu boca desaparecía bajo capas delineadas de pintalabios chillones y la sonrisa de tus ojos se escondía detrás de unas gafas de sol caras. Tus ropas de marca que combinaban con los asientos bien tapizados de discotecas resultarían anacrónicos en la piedra rugosa del muro al mar. La lógica me engañó cuando las visitas a tu familia no sucedieron al sugerirme que te habías ido del país, pero quise asegurarme y le pregunté a tu tío. La tristeza en su rostro me convenció que hubiera preferido saberte en Miami, pero no tuviste tanta suerte. Fuiste seleccionada como única responsable del faltante millonario en la tienda donde trabajabas y la sentencia de cinco años además de injusta me pareció abusiva. Por eso no esperaba encontrarte esa tarde que buscaba el taladro, aunque me alegré de verte otra vez en el barrio. Ese día te descubrí más bella a pesar de las cicatrices del alma después de una experiencia tan funesta. Me sorprendí de tu sonrisa sincera y te recordé en la esquina oscura de la bodega, otra vez con la boca natural sin pinturas y con tus ojos curiosos y vivos al acecho de mis reacciones.
–¿Estás bien?, me alegro mucho de verte –fue lo único que se me ocurrió decirte y me volviste a sonreír con todo tu cuerpo mientras te encogías de hombros resignados.
–Hoy mismo salí y quise venir primero aquí, sabes que la soledad es muchas veces la mejor de las consejeras cuando la sabes escuchar –hablaste y tu voz sonó profunda.
–¿Te volviste filosófica?
–Parece eso. –Y volviste a sonreír–. Es como la iluminación y es extraño llegar a ella a través de una experiencia traumática pero así son las cosas de la vida y es bueno descubrir los motivos por las que vale la pena seguir viviendo.
–A ver, adoctríname que todavía vivo en el mundo material…
Fuiste a responder y el ruido del teléfono no te dejó hablar. Te levantaste y en tu caminar lento hacia el aparato encontré cierto deleite en el movimiento de todo tu cuerpo que imaginé entrenado. Regresaste como si calcularas cada paso y en tus ojos sentí fuego.
–Mi tío se va a demorar en una gestión. ¿Me pediste que te adoctrinara?
–Bueno… –El mismo miedo que años atrás en la bodega no dejó que mis manos se metieran por dentro de tu blusa apareció.
–¿Sabes otra de las cosas que se valora mucho después de un encierro prolongado? –Y siguió hablando sin esperar mi respuesta–. El tiempo, A ti seguro que te parece que hay tiempo para todo, pero yo he aprendido a valorar la importancia de un segundo, de una palabra no dicha, una caricia que se evita o una acción que se pospone.
En ese instante me demostraste que también te habías convertido en una mujer consecuente que aplicaba sin dudar su lema de no perder el tiempo. El sabor de tu boca me llevó a una esquina olvidada diez años atrás, pero esta vez no hizo falta buscar debajo de tus ropas el tesoro imaginado. La maravilla en forma de mujer desnuda se ofreció sin pedir nada a cambio más que deleite de entregarse. Me dolió compartirte con el sofá de la sala, aunque el mueble se quedó celando la posibilidad de sentir tu deseo a flor de piel, de beber de tus fluidos jóvenes reprimidos por demasiado tiempo y de descubrirte con mis manos por fuera y por dentro. Más que un sexo apasionado parecía una pelea tuya contra el tiempo, para convertir segundos de disfrute en meses perdidos y tratando de incluir en ese lapso de tiempo todos los placeres negados, los experimentos evitados y las locuras deseadas. Yo apenas tenía libre albedrío y me sentía un juguete del placer mimado entre tu piel, tus manos, tus piernas, tu lengua y tu sexo. El tiempo disfrutado, la intensidad y variedad de experiencias me sugirieron unas 72 horas seguidas de placer que terminó contigo en convulsiones de cintura frenética que me arrancaron la energía vital y me provocaron morados por las patadas, sangre de heridas de uñas sedientas de piel por arañar y varias marcas de mordidas angustiosas en mis brazos. Después del beso húmedo con la técnica mejorada y sin exceso de lengua tuve la sensación de haber sobrevivido un huracán y fui feliz, aunque me costó trabajo moverme por la escasez de energía. Volviste a hablar porque notaste mi desconcierto al verte moverte nuevamente con la misma naturalidad de antes.
–Ya sabes que lo de no perder el tiempo no era mentira y eso incluye ser directa. Te quiero decir para que lo sepas que de alguna manera merecí mi castigo porque me apropié de cosas que no eran mías, por eso puedo seguir viviendo. Pero también me molesta la injusticia de haber pagado yo sola por todos y eso no volverá a suceder. Tuve la precaución de haber guardado algo de dinero que no me incautaron y lo voy a invertir para irme del país. No tengo más tiempo que perder y mientras más pronto lo haga mejor. Tú quizás no lo entiendas todavía pero cada día que pases aquí dentro te va a pesar cuando te vayas.
Ya vestidos quise decirte algo, pero llegó tu tío y la noticia de que el taladro se había roto me cambió los planes, aunque ya no tenía fuerzas ni para levantar un vaso lleno de agua sin temblar. Ese día me fui con mis deseos de repetir la pelea, pero esta vez cambiando una esquina oculta del sofá por la de una bodega. No te vi más en una temporada y evité preguntarle a tu tío pues temía nuevamente escuchar lo indeseado. Ya no es necesario, pues el otro día me tocó a la puerta una señora mayor, con acento cubano del pasado y preguntó por mí. Traía consigo un paquete del tamaño de una caja de zapatos que me dejó sin hacer caso de mi sorpresa. Dentro un flamante taladro rojo con dos brocas de pared, me imagino que para que no pierda más tiempo pidiéndole al vecino que me preste el suyo.