Si te digo con la mayor tranquilidad del mundo que desde ayer estoy intentando sin éxito suicidarme no me lo vas a creer y es lógico porque cualquier ser humano puede pensar que quitarse la vida es lo más fácil del mundo y se puede hacer además sin tener que andar pregonándolo por ahí, pero eso seguro que lo piensa porque no vive como yo.
Lo primero que imaginé como la manera más limpia y fácil de matarse es dejando el gas abierto para de esa manera ir inhalando poco a poco la muerte hasta que sin apenas notarlo pasas al otro lado de la película. Tranquilamente taponé todas las rendijas de las ventanas de mi cuartucho y abrí bien las llaves de la cocina antes de acostarme a dormir contento de poder despertar al otro día en el cielo… o en el infierno. De todas maneras, si me tocaba el barrio de Satanás, también la mejora resultaría sin dudas evidente.
En la mañana la peste a mierda de la fosa desbordada me avisó que algo había no encajaba porque el infierno no puede oler tan mal. Aproveché para encender un fósforo por si acaso la peste a mierda me hubiera hecho inmune a morir envenenado por gas y de esa manera poder reventar mi cuarto como un siquitraque, pero la mitad de las cerillas de una caja vieja se deshicieron al rayarlas sobre el papel de lija oscura. La llama cobarde que a duras penas apareció en el vigésimo intento no provocó ninguna explosión y para no desaprovecharla la utilicé para encender un cabo de cigarro de una semana de tirado que encontré en la esquina de lo que le digo cama, pero es un nido de perros que una vez fue blanco y era gris.
Recordé en ese momento con desagrado que el gas hacía más de una semana que no lo ponían porque no lo había pagado. Me levanté entonces de muy mal humor y con muchas más ganas de morirme que antes comencé a buscar una soga entre mis cosas. ¿De dónde carajo sacaba yo una soga si en todos los años de mi puñetera vida de mierda nunca he visto que vendan una cabrona soga en ningún puto lugar de este país de mierda? La soga que recordaba pertenecía a mi abuelo y se la habían robado el día que se olvidó en el balcón cuando además de soga funcionaba como tendedera improvisada.
La soga al final decidí pedírsela a mi vecino Pancho, un viejito amable que tiene de todo porque no bota nunca nada de una casa que parece un museo de cosas inservibles. El pobre Pancho me recuerda cada vez que hablamos algo parecido a el sentido del humor cuando dice que de todo lo que guarda lo más viejo e inservible es él mismo. Yo siempre me río sin ganas para no desgraciarle el chiste mientras él con cara seria me responde que es verdad y que si por la mañana bota algo, en la tarde le hará falta.
Quise desayunar algo e intenté capturar a dos cucarachas obesas que conversaban en lo que un día pudo ser la meseta de la cocina, pero que ya no merecía ese nombre porque no se cocinaba nada. Los insectos proteicos acostumbrados a vivir con los humanos me miraron tranquilos encima de la superficie sucia de años sin ver el detergente no vieron venir el chancletazo furioso que les lancé y que provocó una tercera muerte colateral: mi chancleta tantas veces remendada.
El esfuerzo del lanzamiento me revivió el dolor de estómago que confundía tantas veces con el hambre vieja e imposible de aliviar con dos insectos por muy pasados de peso que estuvieran. Con la barriga unida a la espalda me vestí con la ropa que menos huecos tenía y antes de salir por la soga confundí tener hambre con ganas de cagar. Fue reconfortante sentir la ilusión de tener algo en mi sistema digestivo y añoré los tiempos en los que me quejaba de la calidad nutritiva de mi alimento, pero por lo menos me sentaba en la taza cada día en la mañana.
La lógica me regresó a la realidad y recordé que como hacía dos días que no comía nada, lo que tenía eran ganas de cagar psicológicas alimentadas por la costumbre que es a veces más fuerte que la realidad. Para no ser tan duro con mi psiquis soñadora me entretuve un rato pujando por gusto y al final me alegré del esperado fracaso porque no tenía ni agua en las pilas ni un cubo para ir a llenarlo en un tanque inexistente y así limpiar la prueba de que era posible el cagar sin comer.
Yo creo que Pancho adivinó para que quería la soga porque después de dármela y decirme “mira a ver si con esto puedes resolver” me abrazó con familiaridad antes de regalarme unos golpecitos con su mano arrugada en mi mejilla. Me pareció también que sentía algo de envidia de mi decisión de poder deshacerme de mi propia vida inservible, placer que su carácter precavido le negaba.
Contento de acercarme a la meta llegué al cuarto y añadí en mi carta de suicidio que por favor le devolvieran la soga a Pancho. Aproveché para volver a leer el papelito arrugado que sería mi última voluntad y sentí vergüenza de mí mismo. Qué perra mierda de carta de despedida había escrito. Sentí tremendas ganas de corregirla, pero tuve miedo de que se me quitasen las fuerzas para el suicidio mejorando la misiva y total, daba igual, hasta podría decirse que existía concordancia entre una carta mierdera y una vida mierdera. Sí, eran perfectamente congruentes y decidí entonces concentrarme en mi objetivo primordial de ese momento: acabar con mi vida.
Pensé que me hubiese gustado morir por la patria, aunque el significado de la palabra patria se volvía cada día más difuso en mi mente. ¿Si me hubiese muerto en la guerra de Angola desde donde vine medio loco hubiese muerto por la patria? ¿cómo era posible llamar patria a ese lugar donde vivía? ¿Entonces si me quitaba la vida renunciaba a la patria? La patria por naturaleza debería ser algo glorioso y valioso que nos hace sentir orgullosos de ella y yo la verdad que no encontraba en mi vida miserable nada digno de sentirme orgulloso.
Si morir por la patria es vivir, cosa que dudaba porque morirse es morirse y se acabó, y lo que quería era no existir más, entonces al carajo la patria, que se la metieran por el culo o que se la comieran con papas que no quería vivir más. El pensamiento de patria con papas, me dio un retorcijón de hambre brutal. Tal vez lo que más me hubiese gustado además de morirme sin hambre, era darle un sentido a mi muerte, pero ya era tarde para eso y estaba bueno de resistir.
Tanta muela existencial no resolvía nada, no aguantaba esperar más y el momento de actuar había llegado. El marco de la puerta de la sala era el más alto y fuerte, además tenía un clavo del gordo de un dedo encajado en la madera desde hacía tanto tiempo que parecía haber estado allí desde siempre. Ya el acero del clavo debía estar ya fundido en la madera o la madera ya debía haber conquistado todo el metal.
Me subí en la silla y amarré la punta de la soga de Pancho al clavo dejando el lazo escuálido de la soga a la altura de mi cabeza. Me apreté bien el nudo y sin pensarlo mucho para no encontrar motivos para el aborto de mi misión eché la silla hacia atrás con la punta de mis dedos gordos que sobresalían de un hueco doble en la media y en el zapato. Salté al vacío de medio metro suspirando aliviado de terminar de partirme el cuello rápido e impedir la muerte por asfixia lenta de una soga mal apretada.
Pero la soga de Pancho probablemente fuese la soga de mi abuelo que después de robada se la vendieran a mi vecino. La cuerda era tan vieja que no soportó del tirón, porque, aunque esté muy flaco, los huesos pesan y terminé desparramado en el suelo con el clavo burlón e intacto en lo alto del marco.
Decidí no dejarme vencer tan fácil y maldiciendo la desgracia de pasar trabajo hasta para morirme salí a la calle para tirarme delante del primer camión que encontrara porque mi cuarto estaba en un primer piso y si me tiraba por la escalera o desde el techo me iba a ganar un hospital y tampoco soporto estar lleno de aparatos o mangueras encajadas para prolongar la vida inútil de mi anatomía desmejorada. Embutirme a pastillas tampoco era una opción pues si lograba resolver más de dos tiritas de algún medicamento en bolsa negra lo que me iba a dar era alegría y se me quitarían las ganas de morirme solo para sentir la sensación olvidada del alivio de un dolor después de tomarme una píldora.
Había desechado también hacía tiempo cortarme las venas porque seguramente me ganaba una muerte que me llevaría pedazo a pedazo de la gangrena provocada por el cuchillo oxidado y sin filo que tenía. Dos semanas antes había pasado un trabajo de mil demonios para cortar la carne de una claria indecente que se alimentaba de los excrementos de las aguas albañales de la fosa desbordada. Al final terminé cortándola a golpes con el cuchillo sin filo y hasta las ganas de comérmela se me quitaron. Tampoco quería pedir prestado un cuchillo porque estaba seguro que no lo devolverían a su dueño por ser el instrumento del crimen. Una soga no era tanto problema, pero un cuchillo suicida era confiscado y yo quería joderme solo sin molestar a nadie.
En mi locura también había olvidado que con este virus la ciudad estaba paralizada y no había ni buses, ni camiones, ni carros, ni nada que ande en cuatro ruedas. Tres horas estuve sentado en la acera de una avenida vacía y solo pasó un bicitaxi, pero con eso no me alcanzaba ni, para empezar. Cambié de idea y decidí subirme a un edificio alto y lanzarme de cabeza al vacío, pero en ese cabrón lugar no había casas altas, ni de al menos tres pisos que garanticen un final exitoso.
Estaba todavía sentado en la acera pensando cuando tres policías se me acercaron a paso rápido. No les hice caso ni cuando se pusieron a llenar el talonario de la multa por no llevar puesto el bozal, que es como yo le digo al nasobuco y me dio igual que me pusieran dos mil, tres mil o cinco mil pesos de multa porque no la iba a pagar. ¿Como diablos voy a pensar en ponerme el bozal si me iba a matar? La señal me llegó entonces desde el rayo de sol que apareció entre las nubes y alumbró la pistola del policía que se inclinaba a darme el papel de la multa.
Decidí no desaprovechar la oportunidad ofrecida y sin pensarlo me lancé a quitarle su arma reglamentaria. La logré sacar muy rápido de la cartuchera y quitando el seguro en dirección a mi sien, me cayó encima el primer golpe en la cabeza. Los puñetazos aparecieron en colores, las patadas me doblaron en dos, los bastonazos me pintaron todo el cuerpo de azul y los dientes con sangre saltaban alegres por los aires.
En toda esa vorágine violenta sobresalía la expresión en los ojos del policía más pequeño de los tres. Unos ojos azules pálidos en fondo sucio inyectados en sangre que con tremenda sorpresa no mostraban la lógica rabia, sino el placer de disfrutar una golpiza brutal contra un ser indefenso. Me chocó encontrar el vínculo de aquella mirada abusadora con el sexo y si abrí y cerré mis ojos varias veces no fue para aliviar la impresión de ver acercarse con violencia rodillas o codos ávidos de estrellarse contra mi rostro, sino para cerciorarme que aquel ser no estaba a punto de tener un orgasmo, pero no pude encontrar indicios de lo contrario.
Dentro de la patrulla que me llevaba a la estación, en el asiento trasero mi cuello a punto de la asfixia entre los brazos fuertes del esbirro seguía viendo a través del espejo retrovisor unos ojos terribles regodearse de los golpes aleatorios que me regalan en mi estómago. En la pantalla solo crecía el brillo opaco del placer sádico en los ojos claros con surcos sanguinolentos latiendo ríos de sangre en tierra sucia de una bestia a punto de explotar en fluido viscoso de placer. No era necesario que su lengua mojada de una saliva densa se pasease por sus labios contraídos una y otra vez estimulando su lascivia.
En la estación de policía me tiraron en un cuarto lleno de gente y el olor me recordó el despertar en mi casa. Varias manos desconocidas me levantaron e intentaron limpiarme las heridas en mi rostro hinchado y deformado por los golpes. Algunas voces en la oscuridad me hablaron con palabras amables que no entendí porque el oído izquierdo estaba apagado y el derecho era un corazón que solo quería latir su sangre deprisa acompañada del retumbar de un tambor. Perdí la noción del tiempo y no pude saber nunca cuántas horas estuve en ese estado de semi inconsciencia que me impedía reconocer a mi cuerpo o entender a mi mente. Llegué incluso a pensar que los esbirros me habían regalado mi deseo primario de no existir más, pero el olor a mierda seca con orines ácidos que nacía de la letrina sin limpiar de una esquina de la celda me recordaba que seguía vivo.
Ahora sé que acaba de amanecer en esta pocilga sin luz porque escucho por mi oído derecho el canto lejano de un ave. He recuperado el control de mi mente y el dolor en cada hueso de mi cuerpo me grita el cambio de prioridades. Claro que quiero morirme porque no merece la pena llamar vida a subsistir o a resistir para nada, pero algo debo hacer antes. Es un imperativo que crece sin pausa dentro de mí hasta atormentarme.
Veo unos ojos azules sucios inyectados en sangre roja en un fondo amarillento, unos ojos que me miran con la lujuria de sentir como me aplastan y yo nada puedo hacer. Unos ojos que sonríen la depravación de la violencia y que son lamidos por una lengua pegajosa que no para de gotear saliva viscosa. Unos ojos que se ríen de mi desgracia y que no logro sacar de mi cabeza ni cuando me cubro el rostro con mis manos para no ver la oscuridad asquerosa en donde estoy.