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MUJER DE BLANCO

13 de marzo de 2022

Maestra, a través de su voz pausada aprendí a pensar, a cuestionarlo todo, a indagar en otras fuentes y a buscar mi verdad. El día en que impidió que la turba dirigida por el director de la escuela penetrara en el aula para hacerle un acto de repudio a Jorge, Usted se convirtió en mi heroína. Los padres de Jorge habían decidido irse del país. Usted se postró en el marco de la puerta y le dijo al director trasvestido en esbirro: “En esta aula yo soy la maestra, cada uno de mis alumnos es mi hijo y mi responsabilidad, aquí jamás se ofenderá, ni se vejará a nadie y menos a un niño, vergüenza debería darle señor director”. Esa tarde acompañamos a Jorge a su casa y me hizo prometer que jamás no pondría las palabras de otros en mi boca. Mi respeto por Usted se ensanchó tanto, que no me cupo más en el pecho.

Sus consejos sembraron la curiosidad en mí y de sus manos salieron los primeros libros que leí. Con Usted conocí al verdadero José Martí, no a la figura de yeso de la escuela o al héroe perfecto sino a un hombre excepcional capaz de hacer bailar a una bailarina en su poesía, de encontrar música en la sencillez de unos versos y de ofrecer una rosa blanca al más cruel de sus enemigos.

La vida nos alejó. Cuando su esposo fue encarcelado por sus ideas en la primavera del 2003 la visité en busca de respuestas. Esa tarde apenas pudimos hablar, en la sala de su casa se agolpaban muchas esposas, madres e hijas de personas arbitrariamente encarceladas. Su voz pausada entregó el apoyo a los débiles y la energía a los que pedían acción, pero afirmó que la violencia estaría siempre alejada de su proceder. Exigirían la liberación de sus presos en lucha pacífica y con la ayuda de Dios. Irían a misa todos los domingos a una iglesia en Miramar, se vestirían de blanco pacífico y se armarían de un gladiolo en las manos de la misma manera en que Martí ofrecía su rosa blanca al que arrancaba su corazón.

Un domingo decidí ir a la quinta avenida a verlas desfilar. Quise apoyarlas y a la vez descubrir el alcance de su protesta. Ese día, en las aceras de la calle 42 demasiadas personas para un domingo conversaban cerca de varias guaguas. Los habían llevado hasta allí y en la Séptima Avenida les repartían un pan tieso con jamón y un refresco. Caminé por la Quinta Avenida y me detuve enfrente de la Iglesia de Santa Rita a esperar el final de la misa. Los mismos que sobraban en las calles, ya merendados, se agolpaban dos cuadras más allá. Vi salir por la puerta de la iglesia a las mujeres de blanco con los gladiolos en las manos y sentí orgullo de conocerla. Mi premio fue su sonrisa. Las seguí en su paseo hasta que la turba les impidió el paso.

El blanco tranquilo de mujeres pacíficas contrastaba con la agresividad multicolor de rostros desencajados repitiendo frases obscenas. “También lucho por tu libertad hija mía”, le dijo Usted a una jovencita con licra y bajichupa que le manoteaba en la cara sus improperios. Los insultantos crecían en agresividad y el cerco de la turba se cerró sobre las mujeres indefensas. Cuando las damas de blanco corearon la palabra “Libertad” se desató el caos. De la nada aparecieron unas mujeres vestidas de militar e intentaron sacarlas de allí. En su derecho a protestar sin violencia, Usted y sus mujeres se lanzaron al suelo. Traté de ayudarla, pero unas manos me inmovilizaron y entre golpes nos metieron en una guagua. El militar que me acompañaba no perdía la oportunidad de recordarme cuanto puede doler un golpe en las costillas. “No tenías que haber venido” me dijo Usted y yo quise decirle que Usted tampoco había dejado solo a Jorge cuando quisieron hacerle un acto de repudio. En la unidad policial de 5ta B y 62 nos detuvieron varias horas.

Cuando nos soltaron la acompañé a verse su brazo fracturado. ¿Cómo era posible que una turba sea alentada por el gobierno para atacar a mujeres pacíficas que piden libertad para sus esposos e hijos? ¿Qué se supone que deban hacer ellas? ¿Aceptar la injusticia? ¿Cómo es posible que alguien pueda agredir y acosar a personas que no conoce?

Cuando me avisaron que estaba enferma supe que su padecimiento no era casual. Maestra, la dictadura lo controla todo: los diagnósticos de los médicos y las medicinas que le suministran a los enfermos. Usted sabía que su decisión de abrir su movimiento a todas las mujeres cubanas que quisieran era su sentencia, pero la asumió porque lo sintió su deber. De la misma manera que a sus trece años decidió irse a alfabetizar. Fidel Castro era implacable con sus enemigos, sin importarle el género ni la edad y nada molesta más a un psicópata que descubrir que no le temen. Los esbirros están en todos lados, ya vendieron su alma al diablo y también se visten de médicos, enfermeros, ingenieros o ministros. Para ellos la inyección que inocule un virus será el pasaporte a un viaje al exterior, a un carro o quizás solo a una caja de pollo.

Llegué a verla sin tiempo, con mi libro de Martí bajo el brazo, a contarle que no quería rosa blanca para el enemigo que es capaz de asesinar lo mejor de la mujer cubana por haber tenido el valor de oponérseles. Deseé venganza, por las mujeres de su grupo que quedarían sin su liderazgo, por los cientos de presos políticos que no contarían con su apoyo y por los que no tendrían más su consejo. Los gobernantes corruptos y asesinos debían desaparecer. No podía entender Maestra, Martí también hizo una guerra. “La violencia genera violencia y nunca saldríamos de ese círculo vicioso infernal. Cuba no necesita más sangre. El camino debe ser en lucha pacífica, con la fuerza de las ideas. Haz que tu libertad de pensamiento y de acción sea tan grande que se convierta en un acto de rebelión. Cultiva tu rosa blanca”, me dijo.

Maestra, se nos fue envuelta en una cama blanca de hospital que pudo salvarla y la soledad de Cuba se duele todavía de de tanto engaño, de tanta doble moral y de tanta muerte innecesaria. Por usted maestra, madre, heroína, cubana, por usted Cuba será libre. La verdad será mi espada y el verbo mi escudo, para que paguen por sus crímenes los culpables de su asesinato y del destrozo de un país, para que cada domingo cada mujer cubana pueda vestir de blanco y recorrer tranquila y orgullosa la Quinta Avenida con un gladiolo en sus manos. Por Usted Maestra.