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LA VACA LECHERA

26 de octubre de 2020

Cuando Lucrecia me dijo que sí, me volví loco. Esa guajira de pelo negro largo tenía unos ojos verde claro que le paralizaban el pensamiento a cualquiera y con sus dieciocho años, los mismos que yo, destilaba energía por los cuatro costados y sobre todo por los dos costados frontales. Adoraba su libertad de vivir sin ataduras y no me asombró que me invitara a pasar una semana con su familia en una finca en las afueras del pueblo de Artemisa. 

Para mí que soy de ciudad, el lugar me atrajo desde el inicio por la mezcla perfecta  de simpleza con exuberancia, el olor a mango maduro y la frescura del aire que respiraba. A la casa se llegaba resguardados del sol por un trillo de árboles de mamoncillo. Alejados de la casa quedaban por ese orden, un establo de varios caballos, un gallinero con docenas de gallinas criollas, una cochiquera repleta de puercos y el cuartón bastante amplio de Lechera, la vaca blanquinegra que muchos trataban como si fuese un miembro de la familia. 

No me costó trabajo hacer muy buenas migas con el patriarca de la casa y abuelo de mi novia; un viejito bonachón y trabajador que se pasaba todo el día con un tabaco sin prender en la boca y cuatro más en el bolsillo hechos con las mejores hojas de las vegas de su hermano en Vueltabajo. El mismo me presentó a Lechera y me enseñó los trucos para que la vaca diese más leche.  

Me descubrí disfrutando el ordeño y más sorpresivo aún resultó lo generosa que resultó ser Lechera conmigo pues me daba más leche que a muchos de los peones que llevaban años en la faena. Yo pienso que la clave del éxito consistía en disfrutar lo que hacía, porque algo apenado reconozco que me deleitaba apretándole las tetas de la ubre a Lechera. Las tenía tan rosaditas y suaves que daba gusto acariciarlas y sentir que con apenas un aprentoncito salía el chorrito espumoso. 

Lucrecia, sentía celos de la vaca porque me preguntó más de una vez por qué me gustaba tanto ordeñar a Lechera. Una tarde hasta me dió una conferencia acerca de las implicaciones sexuales inconscientes en el ordeñe de las vacas. La escuché con respeto porque esa guajira cuando me miraba me tocaba el alma.

Por las mañanas, después del  desayuno, llevaba a la vaca a pastar por los campos de hierba de guinea. En el camino me fumaba un puro con el abuelo, quien ya confiaba tanto en mí que un día me dijo que podía ir solo al establo a ordenar a Lechera. 

Aquel día me levanté con el gallo y para no despertar a nadie me puse el pantalón sin calzoncillos porque no los encontré por ningún sitio. Tomé entonces el cubo en la cocina y salí en dirección al establo. El olor a hierba cubierta de rocío activó mi deseo de tomarme un vaso de leche acabada de ordeñar. En el establo encontré a Lechera un tanto intranquila, pero quien entiende a una vaca. Le acaricié un poco el lomo para apaciguarla y puse el cubo debajo de sus ubres rosadas. Me senté entonces en la banqueta y mis apretones cariñosos se volvieron leche fresca. Con tres cuartos de cubo llenos, Lechera dio un paso adelante y sin querer metió la pata izquierda dentro de la leche. “Carajo Lechera, que has hecho” la maldije en voz baja y boté la leche. 

No quería desperdiciar mas leche y para evitarlo busqué una soga que utilicé para amarrarle la pata izquierda de la vaca a una esquina del establo. La extremidad quedó entonces bien tensa e inmóvil. Limpié el cubo y comencé la faena nuevamente desde el inicio, pero con tan mala suerte, que con el recipiente medio lleno, Lechera, con su pata derecha suelta le dió una patada al cubo y botó toda la leche por el suelo. “Cabrona vaca de mierda” dije más molesto aún y con el pedazo de soga que quedaba le amarré la otra pata a la otra esquina. Lechera quedó con las patas abiertas y sin apenas libertad de movimiento.

Tenía que apurarme que ya seguro se necesitaba la leche para el desayuno. Lechera no jodería más con sus patas. Suspiré entonces seguro de no poder tener más interrupciones e inicié mi tercer intento de ordeño. A punto de terminar me puse a silbar la canción de la vaca lechera y me hice mal de ojo porque con el cubo casi lleno, Lechera metió el rabo sucio dentro de la leche. “Puta vaca de los mil demonios, me cago mil veces en tu madre vacuna”, grité fuera de mí. Lo primero que se me ocurrió fue amarrar el rabo de la vaca a un horcón del techo del establo, pero ya no tenía más soga. Tuve entonces la brillante idea de amarrar el rabo al cinto de mi pantalón y atarlo al techo. Puse la banqueta detrás de la vaca, fijé el rabo a una punta de mi cinto y con las dos manos me estiré para amarrar la otra punta del cinturón a la viga de madera. En ese momento mi pantalón sin cinto se deslizó entre mis piernas y quedé en cueros detrás de la vaca amarrada con las patas abiertas y la cola levantada. Lucrecia abrió entonces la puerta del establo y me vió.

–¡Antonio, pero qué diablos tú estás haciendo con Lechera! –gritó la muchacha con el espanto metido en los ojos verde oscuros.

Me miré, me ví en cueros detrás de la vaca y entendí mi mala suerte.

–Mira Lucrecia, me estoy templando a la vaca, porque si te digo la verdad no me vas a creer. –le dije molesto.

Ni el abuelo me pudo salvar cuando me botaron de la casa. Tuve que regresar solo a la Habana.