Recuerdo que era un Black Friday porque además de ser viernes, tenía que levantarme a las cinco de la madrugada para poder llegar la Antillana de Acero del Cotorro a las 8:30 de la mañana y asistir a una conferencia de Metalografía programada por una especialista extranjera. Más black el Friday no podía ser pues se había ido la luz y tuve que sentarme a orinar en la loza fría para estar seguro de meter el chorro por el hueco y ahorrarme la cantaleta por haber meado la taza. Parece que los Black Fridays me dan suerte porque solo esperé media hora por la guagua que me dejó en la Virgen del Camino y allí enseguida me subí a la cama de un camión generoso. Es verdad que el camión era de una granja de pollos y la peste a mierda por poco me hace vomitar, pero como no había desayunado me metí el camino entero haciendo arqueadas vacías hasta llegar puntual a la conferencia.
En los pasillos de afuera del salón sentí un olor muy fuerte a chocolate y llegué a dudar porque hacía por lo menos diez años que no le daba una mordida a una tableta hecha de cacao. Las ansias de sentir de nuevo ese sabor único, puro, amargo y caro crecieron sin explicármelo hasta experimentar una sensación de que no importaba más nada en el mundo que degustar una rareza deliciosa como si se tratase de una ocasión irrepetible. Un deleite como ese merecía el egoísmo de disfrutarse solo, para amplificar al máximo la experiencia maravillosa en cada sentido corporal y para proteger la salud mental potenciando la fijación de los recuerdos porque del placer esfumado no quedará nada físico o palpable más que un posible envoltorio oloroso como caricatura mal hecha de lo experimentado.
Hipnotizado con mis pensamientos olorosos entré con el pequeño grupo al salón de conferencias y te descubrí como la especialista brasilera en metalografía que impartiría la clase. Apenas un grupo de profesores y otro menor de estudiantes llenaron un espacio pequeño que ofrecía un toque curioso de intimidad. Cuando como doctora en ciencias de materiales de la universidad de San Salvador de Bahía te levantaste de tu asiento para hablar sentí algo parecido a un golpe en el mentón que deshizo mi dominio de la situación como quien de un manotazo deshace un castillo de naipes. Me resultó imposible no asociarte con el chocolate puro en un envoltorio de lujo. Tu piel negra brillosa de poco más de cuarenta años atraía sobremanera por su color oscuro peculiar, tus movimientos de pantera al acecho y el olor inconfundible a pasión amarga que se expandía por el saloncito y me dejaba con falta de aire por la excitación. Hablabas en un portugués pausado y cadencioso que se entendía sin problemas pero que para mí no tenía sentido, pues apenas era una música que se acoplaba a la perfección con tus movimientos rítmicos que agitaban el vestido de lino de una sola pieza como envoltorio perfecto de una diosa africana. Calculé tu estatura algo más alta que la mía. Tu cuerpo ágil de curvas pronunciadas y musculosas se transparentaba en éxtasis seductor visto desde mi asiento en una esquina con la claridad de las ventanas al fondo. Mi percepción de la realidad cambió y donde hablabas de defectos de aceros mostrando diapositivas con fotos de la estructura tomadas al microscopio yo observaba un felino ágil, con movimientos controlados lanzando dentelladas adornadas con miradas de fuego a la espera de su momento preciso para atacar. Concentrado en tus gestos, trataba de adivinar como era posible que la tela de tu ropa adivinase los movimientos próximos del cuerpo elástico y reaccionaba un instante antes en la dirección exacta. Hipnotizado con tu voz de contralto poderosa no logré identificar el final de la conferencia, no me percaté de los agradecimientos, ni de los cortos aplausos al final y mi posición en una esquina ayudó a hacerme pasar inadvertido para todos menos para el animal oscuro que mirándome con el rabillo del ojo sonreía la victoria de saber a su presa dominada.
Mi realidad cambió cuando descubrí al depredador cerrar la puerta del salón por dentro y acercarse a mí con la sonrisa victoriosa de unos dientes de color blanco perfecto contrastando con tu boca gruesa y un tono más oscura que tu piel.
–¿Você gostou da conferência? –dijiste y el eco de tu risa no esperó por mi respuesta demorada para retumbar en el salón vacío.
No supe que hacer, ni que decir y dominando la situación me miraste fijo a los ojos mientras me tocabas la mejilla con tu mano derecha caliente y seductora. El roce de pieles esparció tu olor a hembra en celo por todo mi cuerpo y fui incapaz de evitar ligeros espasmos temblorosos de desespero.
–Fica quieto –exclamaste en un susurro imperceptible.
En ese instante no entendí el “quieto” en portugués como un “tranquilo” en español e inmóvil ante el pequeño malentendido te entregué mi voluntad vencida y sobrexcitada aceptando la delicatesen única que me regalaba el destino. Tu mano seguía en contacto con mi rostro y aproveché para aceptar la caricia dejando caer el peso de mi cabeza sobre ella. No tuviste más remedio que compensar el cambio de fuerzas con tu otra mano y el olor achocolatado a sexo inminente se duplicó. A partir de ese instante me sentí como la ropa que adivinaba el siguiente movimiento de tu cuerpo y se movía milisegundos antes en la dirección escogida. No necesitaste atraerme a tu reino, pues adiviné tus intenciones y me levanté de la silla hasta encontrarme con tus labios húmedos rozando la punta de mi nariz. Tu olor fuerte e hipnotizante hizo que necesitase apenas una ligera inclinación para besarte mientras me sumergía en un manantial de sabores nuevos, donde se mezclaba la miel dulce con el amargo del chocolate puro. La música de las respiraciones agitadas aumentadas en tono y frecuencia potenciaban los desesperos e intentaste sosegarte con un tirón violento de mi pantalón sin cinto hacia abajo que sacrificó a los botones. La marea de deseo arrastró al gastado calzoncillo con ella y la lanza poderosa se irguió emocionada buscando tu carne a atravesar. La frase de “Caralho” dicha en voz alta delataba tu sorpresa y provocó que demoraras el desvestirte ante la necesidad que sentiste de arrodillarte para sofocar a la bestia, de probar la piel estirada en tu boca, descubrir la sangre llenando las cavidades y sorprenderte de que lo grande todavía puede crecer más. No sé cuánto tiempo estuve sorprendido ante la delicia de tu boca cariñosa, pero aproveché tu pausa motivada por el descanso de los músculos fatigados de tus mandíbulas para desvestirte sacando el vestido por arriba de tu cabeza. Pudiste salvar a tus sostenes, que se abrieron con un clic de su broche al frente liberando a dos masas generosas de curvas perfectas y naturales adornadas por el ligero tono más oscuro de pezones anchos y perfectos para mimar. La tanga minúscula que dejaba libres a tus nalgas redondas y duras no tuvo un final feliz y quedó destruida por un estiramiento frenético de mi nerviosismo descontrolado. La necesidad de compensar tu ofrenda se mezcló con el deseo de estar dentro de ti y agachado con mi boca busqué tus entrañas. Te creí ver recular ante mi ataque, pero lo que buscabas era apoyarte para no desvanecerte de placer y terminaste con tu espalda contra la pared. Degustado cada rincón de tu sexo oscuro, acariciada con la legua hasta el deleite cada protuberancia y guiado por los movimientos de tus manos entre los pelos de mi cabeza deseé ir más profundo. Busqué con mis dedos la fuente de tu savia y mis dedos resbalando de placer se perdieron en vaivenes frenéticos en las zonas donde tu cuerpo se volvía violeta sin dejar de acariciarte con mi lengua más arriba. El terremoto explosivo de tus piernas se avivó mientras restregabas con fuerza mi cabeza hasta que un grito te hizo doblarte en dos y me dejaste atrapado en la pinza de tu cuerpo inmóvil y tenso que liberaba tu éxtasis chorreando entre mis labios. Cuando me soltaste te acosté en la mesa del profesor boca abajo porque el líquido resbaloso de mis dedos merecía no ser desperdiciado en el encuentro con otras cavidades y las curvas seductoras del final de tus nalgas atraían demasiado a mi lengua. Así estuve disfrutando verte arañar la madera con tus manos hasta que de tu boca salió un grito de súplica violenta y desesperada que no comprendí pero que entendí perfectamente.
–Fode meu cu seu bastardo, agora.
No tuviste que repetirme la orden para esta vez hundir la lanza hasta lo más profundo de tu alma, adonde los dedos nunca pudieron llegar. Cada golpe de cadera coincidía armonioso con el sabroso retroceso de tu retaguardia vencida pidiendo más hasta que la armonía de tus círculos concéntricos fue imposible de soportar por mi animal y rindiéndome al abrazo de tu espalda sudada y tersa me declaré vencido de placer encima de una mesa a punto de ser destrozada.
No supe que decir porque temí no ser entendido y me dediqué a observarte mientras te vestías en ritual lento y con tu cara sin poder esconder la sonrisa de satisfacción. Cuando terminaste, recogiste tus libros saliste con un simple “chao” que pudo ser un adiós, o cualquier otra cosa no esperada. Lo último que observé perderse detrás de la puerta fueron tus nalgas duras bailando dentro de tu vestido más libres que nunca y comprendí en ese instante que el verdadero chocolate, el dulce único y efímero, la rareza irrepetible y gustosa quien verdaderamente se le había comido habías sido tú.