Me fijé en ti en la sala de espera del aeropuerto de Frankfurt. El vuelo a La Habana que hacía escala en Madrid estaba atrasado y yo buscaba alguien para hacer la espera menos aburrida. Te descubrí recostada a una columna con tu mirada perdida entre las puertas de salida numero veinticinco y veintiséis. La duda acerca de tu nacionalidad cubana me asaltó al instante porque tu piel era muy blanca y tu pelo demasiado lacio a la altura de los hombros caía por todos lados menos por delante donde el cerquillo no llegaba a molestar a tus gafas de sol europeas. Tus brazos largos y delgados como tu cuerpo se cruzaban al frente sin permitirme identificar el dibujo en tu blusa que imaginé ancha y cómoda, haciendo juego con tu pose intelectual. No llegué a sentir lástima del short que usabas a pesar de estar todo lleno de huecos y descosidos porque además de ser la moda, seguro que te había costado media fortuna. Esas prendas después que las fabrican deben invertir más tiempo en desguazarlas y el time is money las encarece. Pero lo que me motivó a salir de dudas respecto a tu país de nacimiento fueron tus piernas. El short estaba tan jodido (pensé que le había tocado ser destruido por un maníaco) que los bolsillos del frente sin ser tan largos sobresalían por debajo de la tela, pero tampoco volví a compadecerme porque parecía natural. Los bolsillos que en los casos normales solo se ven cuando viras la prenda al revés y cuya función consiste en guardar calderillas, llaves, celulares y cuanta basura que no queremos botar quepa en ellos, tenían en tu caso otro propósito: señalaban el comienzo de tus piernas. La transición del short ripiado a tus muslos anunciaba la metáfora de renacer de las cenizas, convertir reveses en victorias, el yin y el yang, la atracción de la bella y la bestia, el mendigo que se convierte en príncipe o el propio rey que se disfraza de pordiosero para pasar inadvertido, pero lo descubren. Tu short lo había ripiado un maníaco obsesivo compulsivo y tus extremidades inferiores las moldeó un escultor que hubiese sido la envidia de Miguel Angel. No encontré defectos, ni curvas exageradas y me resultaron de una perfección tan imposible que me acerqué para estar seguro que no me engañaban unas medias de mujer y los lunares que descubrí aumentaron el placer de contemplar una obra de arte real, viva y única que terminaba en unos zapatos deportivos de los que se usan para correr. Reconozco haber sido inoportuno por el acercamiento excesivo que provocó tu reacción de quitarte las gafas de sol y mirarme con unos ojos desafiantes de mujer apasionada que no se detiene ante nada cuando desea algo.
–¿Te puedo ayudar en algo? –Las dudas de tu nacionalidad fueron disipadas por el acento cubano que diste a tus palabras.
Tu fortaleza en la mirada me sorprendió y luego de milisegundos de desconcierto decidí que solo podía salir del atolladero con la verdad.
–Discúlpame si he sido molesto, pero es que tu tienes unas piernas maravillosas, –Y agregué para quitarle hierro al asunto–, potenciadas por el pobre short al que le quedan dos o tres puestas nada más.
En ese momento te reíste, suspiré por hacerte olvidar mi atrevimiento y me alegré porque hacer reír a una mujer como tú es igual a meter un jonrón en grandes ligas y lo había logrado al primer lanzamiento. Con tu carcajada se te iluminó el rostro y aparecieron tus ganas de conversar junto a mi intento de adivinar cuántos años tenías. No debías ser mucho más joven que yo, pero por supuesto que no te lo pregunté para cumplir una de las leyes mas antiguas en la historia de la humanidad: A las mujeres no se les pregunta la edad.
Sí quise saber dónde vivías y te costó trabajo responder porque aunque después supe que estabas casada con un alemán de Hamburgo, nunca pudiste resistir el frío y pasabas desde octubre a marzo en Cuba de donde solo regresabas con la entrada de la primavera a Europa.
–Vivo en los dos lugares. –respondiste ese día.
Entendí tu interesante respuesta pues aunque yo visitaba Cuba tres semanas cada dos años, también podía decir que vivía en dos lugares pero de una manera diferente a la tuya: Fisicamente estaba en Europa pero mentalmente seguía en Cuba. Solo que La Habana que existía en mi mente había desaparecido devorada por el tiempo. Yo seguía sin embargo consumiendo cuanta noticia de Cuba existiese imaginando que sería de los primeros en alegrarme de la muerte de Fidel Castro y del inicio del cambio necesario. Al final no sirvió de nada pues ni fui de los primeros en enterarme del muerto grande, ni me alegré por eso y el cambio todavía lo estoy esperando.
Me contaste que en Cuba vivías en un pueblecito de nombre Puerto Tarafa, cerca de Nuevitas en la costa norte del Camagüey y enseguida recordé a mi abuelo. En una de sus historias me contaba que en ese pueblo había conocido a una flaca espectacular que el asociaba con el mango, porque era una comedora empedernida de la fruta y porque no paraba hasta dejarla con la semilla seca. Recordaba la descripción de mi abuelo y me pareció que coincidía con tu imagen a la perfección.
–¿Te gusta el mango? –La pregunta estúpida y sin sentido para mí resultaba vital.
–Que curioso, ahora hablando contigo me han entrado unos deseos irresistibles de un mango maduro –me dijo y me tuve que reír–. No te rías que es en serio porque entre los mangos y yo hay una relación especial. Si los veo no puedo resistirme, sabes, a veces paso pensando todo el día en comerme uno. Eso lo heredé de mi abuela, que en paz descanse. Yo me parezco mucho a ella, recuerdo todavía las tardes en que nos sentábamos en la playa a comer mangos con un saco repleto para cada una.
Luego comenzaste a hablarme de la belleza de Hamburgo en verano y de los atardeceres del amago de invierno en la bahía de Nuevitas, de los canales de la Venecia alemana y de la brisa de las tardes en la playa Tarafa, del movimiento incesante de los barcos de carga en la ciudad portuaria y de la tranquilidad de los muelles en tu pueblo cubano, de los paseos por el río Elba hasta casi llegar al mar y de las excursiones en miserables lanchas de pescadores entre los cayos del norte de la isla, hasta que sin saberme en Europa o en el Caribe llegó la llamada al lento embarque porque se pusieron a controlar las regulaciones sobre la cantidad y el peso de los equipajes de mano que la mitad de los cubanos incumplíamos. Dentro del avión tuve la suerte de no tener a nadie a mi lado y amablemente te invité a compartir conversación. Te alegraste de mi pedido pero reconociste que solo había acelerado lo inevitable pues te había tocado un gordo al lado que no había terminado todavía de acomodarse y ya estaba roncando. El viaje de pocas horas a Madrid fue al inicio una travesía constante de historias de un lado a otro del Atlántico que terminó entre cálculos de llegadas y despegues pues no estábamos seguros de llegar a tiempo de tomar el vuelo a La Habana. La interrogante quedó dilucidada quince minutos antes de aterrizar cuando el piloto leyó los vuelos de conexiones y en ninguno estaba el nuestro. Habíamos perdido el avión a Cuba.
De la misma manera que el ripio de tu short se convertía en tus piernas esculturales pasamos de la decepción a la euforia porque la línea aérea nos regalaba una noche en Madrid. La suerte estaba de nuestra parte porque nos enviaron a un hotel muy acogedor en el mismo corazón de la Gran Vía madrileña. Antes de entrar solo caminamos un poco por las afueras y descubrimos que en un teatro cercano había función esa noche y te invité a una obra de título sugerente. Teníamos tiempo, pero regresamos al hotel para descansar en las cómodas habitaciones de los pisos superiores y quedamos en encontrarnos en una hora. Cometí entonces el pecado de salir al halcón de mi habitación y la Gran Vía me encandiló, me recordó a La Rampa en La Habana aunque lo único que tenían de similar era quizás la pendiente de la avenida. Me entusiasmé con el movimiento de personas, el olor a jamón serrano, las luces de los comercios, y el ruido de ciudad bulliciosa. En ese instante me enamoré de Madrid y prometí regresar mientras deseé que al final de la pendiente de la Gran Vía estuviese el mar, pero no se puede tener todo en la vida aunque si Madrid tuviese el mar ese día me hubiera quedado para siempre allí. El tiempo pasó y me quedé contemplando la caída de la tarde hipnotizado por las luces de los autos que inundaban la calzada hasta que tocaron a la puerta de mi habitación. Cuando te ví supe que me había olvidado de todo y era tarde para el teatro, entonces te pedí disculpas e invité a pasar mientras me daba una ducha, Me asombré de las curiosidades del destino recordando la historia de mi abuelo en Puerto Tarafa mientras el agua caliente me mojaba. El chirrido de la puerta del baño delató tu intromisión y cuando creí verte desnuda a través del cristal salté de la sorpresa.
–Se nos hace tarde para el teatro –exclamé algo nervioso.
–¡Al carajo el teatro! –Y del tirón casi partes el cristal al abrirlo.
Descubrí entonces que tu cuerpo desnudo se regalaba, que solo mirabas mi entrepierna y que tu lengua no paraba de humedecer a tus labios. La ducha mas larga de mi vida se aburrió de erotismo y nos escupió en la cama donde tras horas de retozo quise hacer una pausa con una estrategia que creí buena, pero al final fallida.
–Por qué no salimos a comprar un mango, en algún lugar de Madrid debe haber a esta hora y a ti te gustan mucho –te dije y sonreí esperando una respuesta positiva.
–Lo que yo quiero chupar hasta dejarlo seco no tengo que ir a buscarlo a ningún lugar, está aquí. –Y saltaste con ojos de vampiresa hacia tu objetivo.
Yo nunca he sido de buenos reflejos pero esquivé el primer ataque y salí corriendo a buscar un escondite, pero no hallé nada mejor que el balcón donde fui atrapado sin mucho esfuerzo. La energía y ambiente de la ciudad me refrescaron el alma e imprimieron nuevos bríos. El balcón quedó como zona de combate y atrincherados desafiamos todas las tácticas guerreras conocidas hasta que con nuestras vidas en peligro decidimos regresar al convencionalismo. A punto estuvimos de caernos en la avenida a causa de un sexo frenético y peligroso que nos dejó con medio cuerpo fuera del barandal. A las cinco de la madrugada con las defensas bajas de tanto usarlas preferí acariciar tus piernas fabulosas mientras me hablabas de Nuevitas y de Hamburgo. Lo hiciste en forma de juego pues mientras yo me deleitaba con tu extremidad izquierda me hablabas de Cuba y si la caricia era en la derecha el tema cambiaba a Alemania. Las ciudades eran descritas en los idiomas originales de cada una, cosa que me parecía natural y te reté con la prueba de una mano en cada pierna. El resultado fue una jerigonza que solo tenía en común el mar. En la mañana tus nalgas firmes encima de la cama me invitaron a un rapidín que casi nos cuesta el vuelo a La Habana otra vez y nos hizo perdernos el chocolate con churros del que solo me pude llevar su olor.
El regreso al aeropuerto fue mas frenético que la noche y corriendo llegamos de últimos a un avión repleto de personas donde no fue posible juntarnos otra vez. Deseé encontrarte en la Habana, pero llegamos junto con otros tres vuelos y el caos en la terminal habanera fue brutal. No te ví más pero sé donde encontrarte. Con tu pie izquierdo en Puerto Tarafa en un invierno de mentiritas y con el derecho en Hamburgo en un verano que no merece llamarse como tal. Estás en esa dualidad exquisita entre lo pobre y lujoso, lo caliente y frío, lo loco y lo sereno, lo imaginario y lo real, como el short ripiado que deja que crezcan a través de sus huecos tus dos pierna perfectas. Tal vez para quedar bien con todos o para hacer lo inesperado me quedaré en el centro de tus piernas, en el medio del océano Atlántico y bajaré a tus profundidades mas ocultas para arrancarte un grito que me haga saber que una de las dos mujeres que te habitan, la izquierda o derecha, la alemana o la cubana, la pausada o la desenfrenada está conmigo en ese momento . Da igual la que sea, solo quiero que cuando te vayas te pongas el short jodido lleno de huecos, el que permite que a través de sus bolsillos continúen tus piernas, para que cuando me des la espalda pueda ver todavía la frontera seductora de tus nalgas.