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¿DE VERDAD ME COMÍ UNA LAGARTIJA?

2 de octubre de 2020

Era un lunes de septiembre de 1988 y recuerdo exactamente la fecha, porque el día anterior había cumplido diecisiete años. Eran las 8:30 de la noche. Estábamos casi todos los del grupo de doce grado, unos veinte estudiantes, en el aula para la noche de estudio. Ganas de estudiar no tenía nadie y había poco que hacer. Era nuestro último año en la Escuela Lenin, un internado en las afueras de la Habana. El local era de los antiguos salones convertidos en aulas, justo debajo de un albergue donde dormíamos. Desde la ventana se podía ver el parqueo que daba al hospital. La puerta a su vez, se abría a un pasillo por donde continuamente pasaban estudiantes. Era una noche de calor soportable, que aliviábamos con abanicos de periódicos doblados. La obligatoria lectura de la prensa había concluido, cuando entraron dos amigos con una pequeña lagartija en la mano. Entre los dos, empezaron a retarse a ver quién se engullía el animal,  que con cola y todo, no medía más de seis o siete centímetros de largo.

  • Dejen la bobería, que si me ponen diez pesos ahora mismo me la zampo y sin armar tanta gritería –  Me hice el tipo duro sabiendo que no iban a reunir el dinero.

Empezaron a organizar una colecta entre todos los que estaban  allí, pero apenas llegaron a cinco pesos. Ya me sentía victorioso, pero para mi sorpresa, no se dejaron vencer y salieron a buscar refuerzos.  En menos de diez minutos se aparecieron con otros cinco pesos que le habían pedido prestados al profesor de Matemáticas. La lagartija ya ni se movía. Dando un golpe en la mesa pusieron frente a mí los diez pesos a un lado y el animal del otro. El pobre reptil me miraba con los ojos grandes diciéndome:

  • Por tu madre, no, se bueno, no, no… por favor.

Pero la palabra de un hombre es sagrada y era demasiado tarde para arrepentirse. Podrán decir de mi cualquier cosa, pero cobarde no. La lagartija era bien pequeña, pedazos de carne más grande me había comido en algún momento y en el año 1988 en la Habana, con diez pesos se podían hacer un montón de cosas.

Me paré lentamente con solemnidad. Metí el dinero en el bolsillo de la camisa como prostituta que cobra por adelantado y agarré al mísero animalito que, resignado a su cruel destino, había cerrado los ojos rezando en voz baja una lagartija nuestra. Cerré la puerta del aula y me detuve en medio del salón de espaldas a la pizarra, mirando a todos. El silencio se podía cortar. Los callados espectadores me observaban sentados en sus sillas como si todavía no se lo creyeran. Abrí un poco las piernas. Pensé comérmela como un tragasables se traga una espada, con la boca para arriba y agarrándola por la cola, pero desistí enseguida. Hice la lagartija un ovillo, doblándola en varias partes. Abrí la boca lo más que pude y lancé con precisión de banderillero al reptil redondeado hacia el final de mi garganta.  Realmente algún familiar mío debió ser torero pues el bicho cayó justo donde debía, a la entrada del esófago. Tragué con fuerza y no cayó al primer intento. A mis amigos se les querían salir los ojos de las órbitas. Nadie decía nada. A la segunda tampoco pude tragarla. El animal se agarraba con fuerzas a mi garganta para no caer en el precipicio de mis jugos gástricos. Empecé a ponerme nervioso. Lo más rápido que pude, fabriqué la mayor cantidad de saliva posible antes de tragar nuevamente. A la tercera fue la vencida, pasó, pasó, pasó.

  • Gracias Dios mío.- pensé aliviado y levanté el puño en alto como si hubiese dado un jonrón con las bases llenas. –  Ahhhhhhhrrrrrrrrr – de mis entrañas salió un grito de euforia, júbilo y desahogo.

Los testigos saltaron de sus sillas entre gritos y risas. Casi me cargan en los hombros. Estaba bastante nervioso y al rato, todavía medio tembloroso me senté en mi puesto.

  • Ve a tomar agua, mi socio – me dijo preocupado mi compañero de mesa.

Le hice caso y en el baño, directo del grifo, debo haber tomado como dos litros de agua. Me sentí mejor, pero la sensación de tener a la lagartija todavía en la garganta no se me quitó en varios días. A veces cerraba los ojos y veía con miedo a la lagartija increpándome:

  • Asesino, torturador.

Al cabo de pocas semanas, el día preciso en que no sentí más su huella en mi gaznate, la descubrí más tranquila y de mejor ánimo. Esta vez me dijo sonriendo:

  • A partir de ahora tú y yo somos para siempre uno.

Esa noche se me empezaron a poner los huevos cuadrados.