
Era la mañana de un lunes cualquiera de décimo grado en el internado. Una pereza generalizada flotaba en el aire, sueño, cansancio y pocas ganas de dar clases. Los fines de semana tenían sus ventajas y desventajas, pues además de poder ir al baño como dios manda, mis padres me reservaban buenos manjares y el atracón de sábado y domingo tenía sus consecuencias. Los lunes, en especial, resultaban días complicados porque comprimir mucha comida en poco tiempo era placentero al paladar, pero me aumentaba los gases. Recuerdo que de niño me dolía a veces la barriga y mi abuelita se pasaba horas pasándome la mano por el vientre hasta que el gas salía y me aliviaba, bueno me aliviaba yo porque a mi abuela o todo el que estuviese a menos de tres metros de distancia lo castigaba. Ella ha sido la única persona en el mundo que se alegraba cuando le tiraba un pe`o en la cara. (Estés donde estés, te quiero mucho mi abuela). También el médico, después de animarme a hacerle una demostración para reconocer el problema, me había recomendado casi perdiendo el sentido de aguantar tanto la respiración, que era mejor perder a un amigo que a una tripa y yo respecto mucho la opinión de los que saben. Tampoco los profesores me iban a dar permisos para salir del aula cada cinco minutos. La necesidad y mi salud hicieron que desarrollara una técnica infalible para no ser descubierto y llegado el caso echarle la culpa a cualquiera, incluso al profesor o profesora. El procedimiento, perfeccionado en las clases de física de los gases consistía en elevar unos centímetros la nalga izquierda o derecha, si eres bateador zurdo o derecho, o las dos instintivamente si eres ambidiestro, porque con el culito bien pegado a la silla de madera, los gases reciben una contrapresión que aumenta siete veces la probabilidad de una flatulencia ruidosa. Con la elevación se alivia la contrapresión para que el gas pueda fluir tranquilo y desapercibido, porque en caso de no querer echarle la culpa a nadie, te puedes hacer el sueco, el dormido o te pones a meditar para que no se te pongan las orejas calientes. El único problema por controlar es el del punto de vapor gas, pues si se acerca mucho a este punto, se te quema el culete o te jode el calzoncillo, pero eso es tema de otro análisis físico.
El domingo anterior al día de la historia, había comido por lo menos cuatro platos de unos garbanzos deliciosos y yo me recordaba mucho de mi abuelita. En la clase de literatura tocaba hablar de la Ilíada de Homero y mientras mis tripas gritaban „aqui estoy yo“ desee ser Aquiles el de los pies ligeros para desaparecer de aquel lugar lleno de gente a la que apreciaba. Pero antes de meternos en el caballo para entrar a Troya tocaba analizar el discurso de Fidel Castro en el congreso de los campesinos del fin de semana.
–Bueno, ¿quién me comenta algo de las palabras de nuestro comandante? –dijo la profesora con el periódico Granma en la mano.
Sus palabras resultaron ser la orden de lanzamiento, la tripa en peligro me susurró „ahora“ y levanté mi sentadera derecha, porque soy derecho.Era muy temprano en la mañana y los sentidos no funcionaban todavía a plena capacidad con el consiguiente error de cálculo en el ángulo de inclinación necesario. La contrapresión no fue compensada debidamente y me he tirado un clase de pe´o de los que asustan y despertó a los que estaban dormidos en el aula contigua. La clase se vino abajo, las carcajadas inaguantables dominaron el ánimo de todos menos el mío, que súper apenado sentí lastima de la profesora que giraba la cabeza como ventilador ruso sin saber que hacer o decir. La pobre mujer ni hablar podía, mientras todos reían a mas no poder, hasta un tic nervioso comenzó a hacer con los ojos y quise ayudarla.
–Discúlpeme profesora, he sido yo. Es que yo estoy enfermo, es del estómago, incluso es posible que tengan que operarme, porque el problema es serio. Y menos mal que no tienen peste, que si no… –dije de pie sacando fuerzas de la vergüenza.
La profesora que estaba a dos mesas de mí, me miró un poco seria y cuando segundos más tarde le llego la brisa, exclamó:
–Así que no tienen peste, no?… Mira arranca por ahí y sal de esta clase, cochino faltaerespeto, desvergonzado. De la nariz es de lo que hay que operarte a ti.
Y me fui apenadísimo con el periódico bajo el brazo.