Era el 25 de septiembre del 94, lo recuerdo porque además de cumplir 23 años, tenía muy fresco el recuerdo de los balseros y apenas hacía unas semanas que había terminado la ingeniería mecánica en la CUJAE. Los toques en la puerta me despertaron.
Un tipo con cara de lagarto se presentó como miembro del comité central, susurró en vez de hablar y todo el tiempo miraba para los lados como si lo vigilaran. Me puse nervioso, lo invité a pasar y le recalenté un café viejo. Después de buscar con la vista algún micrófono instalado, confesó que yo había sido escogido para trabajar en un proyecto que eliminaría los apagones y sacaría al país del subdesarrollo. Pensé que aquel hombre se había escapado de Mazorra y le seguí el juego como se hace con los locos.
Me sorprendió que supiera de mi diploma de oro en la CUJAE y de mi buena memoria. Me aseguró que la capacidad de trabajar de memoria era imprescindible para no dejar indicios que le permitieran al imperialismo sabotear el proyecto que colocaría a Cuba en el primer mundo. Me exigió que lo acompañara y casi me obligó a montarme en su reluciente Lada. Manejó hasta el edificio del SIME que quedaba en 100 y Boyeros. Allí nos metimos en un laberinto de pasillos que desembocó en una sala de reuniones repleta de barrigones.
Me encajé un lápiz afilado en el muslo para no soltar una carcajada cuando supe del proyecto secreto: la construcción de un tren de vapor. Ustedes me perdonan, interrumpí, pero el tren de vapor se inventó en Inglaterra hace solo unos 300 años. Todos me miraron como si yo fuera Helms y Burton a la vez (todavía no aprobaban la ley, pero ya escribían el borrador). Un tipo de barriga deforme ya había descolgado un teléfono rojo y se comunicaba con las brigadas de respuesta rápida del SIME cuando me salvó el Lagarto que me había llevado hasta allí. Explicó que el tren constituía un prototipo inicial, el objetivo era utilizar la tecnología del vapor de agua como la base de la industria nacional y de esa manera eliminar la dependencia de Cuba con los combustibles fósiles. Ah bueno, ahora comprendo, simulé estar convencido y no intenté preguntar con qué combustible fósil se calentaría el agua para generar el vapor.
Comencé al día siguiente. El trabajo fue complicado porque tuvimos que trabajar sin planos ni se pudo hacer apuntes. Usábamos la memoria. Así estuvimos seis meses soldando piezas y apretando tornillos. El día de la inauguración chequeaba el apriete de unas tuercas en la base del aparato cuando escuché la voz de Fidel Castro a mis espaldas. Tremenda cafetera, dijo y todos alzamos la vista hacia donde debía estar la chimenea. Ah carajo, grité. La sorpresa nos dejó fríos. Lo que habíamos construido en vez de una locomotora era una cafetera gigante de colar café. El miedo a que Fidel Castro nos mandara a cortar caña inundó la sala. Tuve ganas de mandarme a correr pero había escoltas por todos lados.
Fidel Castro se arregló el uniforme verde olivo y se puso a hablar que el futuro de la humanidad pertenecía al negocio del café líquido, que ahora Cuba produciría más café que Estados Unidos y Europa juntos y que el mundo entero descubriría que se le puede echar café hasta a la mermelada de mango. Que alegría, habíamos convertido el revés en victoria, Cuba sería rica por carambola y nosotros sin querer seríamos los pioneros de las cafeteras gigantes. Aplaudimos con más energía cuando trajeron la merienda y una vez satisfecha el hambre vieja nos agruparon en torno a Fidel Castro a escuchar la conferencia sobre las propiedades del café, o sea, el oro líquido.
Ahora vamos a hacer la primera colada, dijo el dueño del país después de hablar media hora sin parar y de la nada aparecieron varios sacos de café molido. Sin perder tiempo se puso la cafetera encima de una hornilla de petróleo y se repletó de café y de agua. Por precaución nos sacaron del local. En el saloncito de reuniones a donde nos llevaron prepararon cientos de tacitas de café para celebrar. Pasadas dos horas sin noticias, el ministro de economía salió a ver qué sucedía. Regresó a la media hora sin levantar la vista del suelo. ¿Dónde está el café? le preguntó Fidel Castro. Comandante, el ministro tenía los ojos aguados y la voz tomada, lo siento, pero la cafetera no cuela.