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BASTA YA DE MULTAS ABUSIVAS

2 de abril de 2021

Jorgito era un luchador por necesidad más que por convicción. La muerte se había ensañado con él y se había llevado demasiado pronto a sus padres. En el silencio de su soledad aguantaba uno a uno los golpes de una vida, que no merecía llamarse vida porque había perdido su sentido y porque en un lugar olvidado como el Guaro del municipio de Mayarí, en el Oriente de Cuba, el hecho de vivir ya es un insulto. Jorgito tenía 25 años y en su cabeza de joven se agolpaban tantas aspiraciones imposibles e irreales que no sabía nunca por donde empezar a soñar. Pensaba en tener una tienda suya, un bodegón repleto de frutas y vegetales hasta el techo y atiborrado de miles de lugareños que le comprarían sin quejarse de los precios porque a todos les iría bien. En su sueño se iba de vacaciones a las playas de la costa Santiaguera, tomaba cervezas frías, bailaba al son de una orquesta y su novia era una mulata preciosa y cariñosa. Jorgito no quería más, se conformaba con eso y no entendía a sus amigos que solo hablaban de irse en lo que fuera, pero él nunca había montado en un barco ni cogido un avión y le aterraban. “Eso solo son cosas de películas”, pensaba desde la tranquilidad rara que se siente cuando la realidad contradice a la lógica de un techo que todavía no se ha caído o de unas paredes tanto tiempo despintadas que seía imposible hacerlo algún por la enfermadad del olvido crónico. Jorgito se preguntaba cómo era posible que en su pueblo al que no llegaban ni los dólares y donde el bien más preciado era un familiar en el extranjero podían caber tantos esbirros juntos. Él, precisamente él que había sobrevivido desde siempre en la desgracia, no entendía el placer de dañar a un semejante. No comprendía a los chivatos que salían de debajo de las piedras y que asechaban desde cada esquina mezquinda y ruinosa por el simple placer de evitar a toda costa que alguien pudiese tener lo que ellos nunca podrían lograr. Tampoco entendió la satisfacción orgásmica que descubrió en la cara del policía Tabuadita cuando le puso los dos mil pesos de multa por vender viandas sin licencia. Le dolió la sorpresa de ver una alegría imposible de esconder dentro de sus comentarios despectivos. ¿Pero qué carajo se pensaba Tabuadita que él iba a hacer? Aún en sus momentos más duros después de morir sus padres, Jorgito había encontrado una luz, aunque fuese tenue,  al final del túnel, pero ahora no solo veía oscuridad. ¿Qué podía hacer? Si no tenía dinero para pagar la multa, pues la olvidaba y punto o solo tenía la opción de seguir vendiendo sin licencia para poder pagarla, porque a Jorgito no le gustaba robar. Y si decidía robar, cómo iba a poder hacerlo si en el Guaro nadie tenía nada que valiera la pena, y se hubiera muerto de tristeza de quitarle a alguien hasta su miseria porque era lo único que de verdad sobraba en todo aquello. Más de una vez había pensado en protestar, gritar Patria y Vida, abajo el comunismo, abajo Raúl o abajo Díaz Canel, porque el grito de abajo Fidel no tenía sentido. Ese, por suerte, ya estaba bien abajo, o al lado escondido en una piedra que le recuerda al horno de pizzas que algún día pondría al lado de su tienda. Pero se recordaba del hombre de la UNPACU de su pueblo que todo el mundo admiraba en silencio, pero que rechazaban su conversación impulsados por un miedo visceral que de meterse tanto dentro, llegaba los huesos y se transmitía en los genes. A ese hombre valiente lo habían molido a palos en medio del parque cuando sacó un cartel pidiendo la libertad de Jose Daniel Ferrer y nadie hizo nada más que maldecir en silencio cada golpe esbirro que aquel valiente recibió por todos lados. Nada, ni un grito de Asesinos, Abusadores, Suéltalo ya o algo parecido salió de ninguna boca de cabizbajos que querían convencerse de que ese no era su problema, pero por dentro rumiaban la cobardía sumisa que los envenenaba para siempre. Al hombre se lo llevaron magullado y tinto en sangre, pero ni los golpes por la cabeza que le caían por todos lados callaban sus gritos amortiguados de Libertad. Jorgito admiraba a aquel hombre, pero también tenía miedo, mucho miedo a los golpes y ese día decidió seguir vendiendo sin licencia porque no sabía ni donde sacarla, además, si la sacaba lo mataban a impuestos y pagos y si no vendía sus viandas se moría de hambre. Pensando que prefería deber dos mil pesos de multa que morirse se acostó mirando las cabillas del techo oxidadas y disueltas en el concreto mientras la palabra morir se pintaba y despintaba con colores brillantes en el óxido hasta que se durmió.
Al día siguiente se levantó de buen ánimo, buscó todos sus ahorros y con su carretilla fue a por las viandas que cada vez estaban más escasas y más caras. No quiso discutir con el guajiro que solo tenía plátanos a un precio más alto esta vez. Jorgito sabía que si el campesino no lo hacía perdía dinero, la electricidad estaba más cara, el combustible, todo con los precios por las nubes y el guajiro no tenía otra opción. Con la carretilla cargada ya se lamentaba que la gente de su pueblo no entendiera que él también tenía que vender más caro. Todos le protestaban, pero él ya estaba acostumbrado y sus palabras a los más recalcitrantes de “En la tienda de MLC está mucho más caro y no protestas” las gritaba hasta con dolor. Después que dobló la esquina en lo que fue una bodega y ahora eran unas ruinas, se detuvo para vender los plátanos y se encontró con un amigo que era capaz de venderle hielo a los esquimales y le pidió ayuda para despachar la carretilla antes de que los cogiera la policía. Ya se metía el dinero en el bolsillo de la primera venta cuando vio a Góngora y supo que se le acababa de joder el día. Góngora era el policía represor más odiado de todo Mayarí y famoso por sus excesos. De nada sirvió que le prometiese obediencia eterna, que le regalase dos manos de plátanos y hasta que le ofreciera un porcentaje de las ventas. El placer de intimidar y avasallar a los indefensos de Góngora no estaba en venta porque de todas maneras le iba a decomisar toda la carretilla con su mercancía. Pero como siempre se puede más, al represor no le satisfizo con toda la mercancía y le puso una multa adicional de cinco mil pesos. Cuando el esbirro se fue con la carretilla a Jorgito se le nubló el entendimiento, su mente era una nube en blanco con un cinco y tres ceros descomunales y de color rojo en el centro  del estrato. Miró tantas veces los números que perdieron el sentido por la repetición, saltaron transformándose en letras que se agruparon formando la palabra muerte. La misma de la consigna “Patria o Muerte” y en proceso inverso a los números que habían perdido su significado entendió por primera vez el verdadero sentido de una palabra millones de veces repetida. Caminó tranquilamente hasta su casa y no vio las miradas de satisfacción de los chivatos que descargaban su frustración envidiosa con su mala fortuna, tampoco las de los que con cabeza baja se dolían de su desgracia privada y común a la vez. Puso el papelito de la multa al lado del anterior y la suma de siete mil pesos con el estado cubano se actualizó en su nube blanca y le arrancó una sonrisa que pareció una mueca fingida. Buscó una soga que tenía en un rincón e hizo el nudo del ahorcado de memoria, como si hubiera estado esperando desde siempre. En la viga menos oxidada del techo amarró el cordel y comprobó su estabilidad con tres tirones fuertes. Arrastró la coja y única silla que poseía hasta debajo de su destino que se le antojó una gota de lluvia gigante que no iba a caer jamás. Jorgito estaba muy tranquilo porque por primera vez en mucho tiempo sintió que el túnel por donde caminaba terminaba en una luz tenue. Apretándose el nudo bien al cuello vio como el espectro risueño de Góngora lo miraba bien de cerca sin entender lo que sucedía. “Las multas la va a pagar el coño de tu madre” le dijo al esbirro difuso y la risa del policía se transformó en un “no” desesperado y tardío porque ya Jorgito no necesitó ni darle la patada a una silla que crujió a la vez que se abría de patas ante un peso excesivo para su condición. Un instante antes que el cuello de Jorgito partiera su médula en dos, sintió un alivio raro mezclado con un dolor punzante en el pecho por una tienda llena de frutas y vegetales al lado de un horno de pizzas que no iba a existir jamás. Ya daba igual para Jorgito, hacía mucho tiempo que él, todo su pueblo y su país estaban muertos y no lo sabían. El techo de su casa solo gimió un poco de dolor y desafiando otra vez a la lógica, aguantó sin caerse ante el peso de Jorgito.


A la memoria de Jorge Chacón Martínez, un joven cubano de 25 años de edad, que se suicidó el 29 de marzo del 2021 en el poblado de Guaro, Mayarí en Cuba, después de recibir una multa de cinco mil pesos y la confiscación de la carretilla de plátanos que vendía sin licencia. Que en paz descanse otro  cubano más que no debió morir y que caiga la justicia sobre los responsables que provocaron que esto sucediera, incluyendo al gobierno que hunde a Cuba en la miseria y fomenta la puesta indiscriminada de multas abusivas.