Todas las mañanas pasaba por la escuela primaria en mi camino al trabajo. Como aquel día me había quedado dormido me encontré con los niños vestidos de pioneros y formados en medio de la calle. ¡Silencio para izar la bandera!, el grito me estremeció y giré el rostro en busca de aquella voz demasiado enérgica para ser femenina. Dejé de mirar al frente unos segundos y cuando me volví ya tenía al poste de madera encima. ¡PUMBATÁN! Me partí mi puta nariz. El golpe me tiró al suelo. Me sujeté el aparato nasal entre las manos como si pudiera aliviar el dolor. Todavía aturdido no recuerdo quién me ayudo a levantarme, creo que fuiste tú.
Me abracé al cabrón poste para no caerme. Dos banderas gemelas ondeaban y dos maestras idénticas acompañaban a las dos filas de niños entrar a las dos escuelas primarias situadas en el mismo lugar. Me preguntaste si estaba bien y respondí algo, pero la sangre que manaba por mi nariz se metía dentro de mi boca y se escuchó un chapoteo ininteligible. Me llevaste para dentro de la escuela, que una vez fue una casa y me sentaste en la esquina donde pensé que llevaban a los niños castigados. Alguien apretó una bolsa de hielos en mi nariz y se me enfrió hasta el cerebro.
A los quince minutos la sangre dejó de fluir y me sentí mejor. Tenía la camisa empegostada de sangre y pegada al pecho. Me quité el hielo de la nariz, ¿Cómo te sientes?, preguntaste. Me levanté y caminé unos pasos por el lugar y entonces me fijé en tu cuerpo. ¡Qué buena estabas! Yo estaba bien excepto que la nariz me dolía un poco al respirar. Muchas Gracias, ahora debo irme a cambiarme de ropa, pero me gustaría devolverte tu atención, te dije y te arranqué una sonrisa pícara. Pues ven a buscarme el viernes a las seis y hacemos algo, respondiste.
El viernes salí temprano del trabajo. Pasé por el mercado campesino y compré una cabeza de ajo. El día anterior había visto una película de vampiros y atando cabos recordé que te había seducido con mi sangre. Antes de salir, me puse una cadena de oro con un crucifijo y repartí dientes de ajo en los cuatro bolsillos del pantalón y en el de la camisa. A las seis me recosté al poste y me pareció descubrir un hueco con la forma de mi nariz. Diez minutos más tarde saliste corriendo. Apúrate que me llamaron del municipio del partido, vamos a pasar un momento por allá, dijiste, me agarraste de la mano y me arrastraste tras de ti.
Lo podemos dejar para otro día, te dije agitado pues me llevabas al trote. No está tan lejos y el contacto es rápido, el municipio queda a tres cuadras de mi casa y después te invito a comer, ladeaste la cabeza mientras hablabas y me derretiste. Me quitaste tremendo peso de encima porque andaba corto de dinero y no sabía adónde te podía llevar. ¿De qué es la reunión?, te pregunté para conocer tus gustos. Hablaste de brigadas de acción rápidas, disidentes y batallas de ideas. Yo no te escuché porque en el corre-corre me hipnotizaba ver tus nalgas y tus tetas saltar. Es aquí, dijiste.
El municipio del partido era otra casa reconvertida. Carné del Partido, pidió el CVP de la puerta. Yo no soy del Partido, le dije y besé la cruz de mi cadena para pedir su protección contra el demonio. Tú no eres confiable y no puedes pasar, gritó el viejo y me bloqué el paso con su cuerpo encogido. Ni que allá adentro el secretario del partido guardara lo que se robaba, pensé. Espérame en la acera, la reunión es corta, dijiste y me besaste en la boca.
A los dos minutos de espera comenzó a llover. El hijoeputa comunista del viejo CVP comenzó a reírse. Me cagué en su madre y le di ocho vueltas a la manzana buscando sin encontrar un portal donde esconderme. Debajo de un árbol apenas logré mojarme menos. El olorcito a yuca con mojo me despertó el hambre y agucé el olfato para descubrir el origen del mismo. Al carajo, eran los dientes de ajo de mis bolsillos que se habían humedecido. ¡Patria o Muerte!, el grito retumbó en el municipio del partido. ¡Venceremos!, el coro rugiente asustó a la lluvia y paró de llover. Saliste y parecías que te habías fumado un pitillo de marihuana de lo contenta que estabas. El beso que me diste no dejaba dudas de que tenías ganas de singar. Corre, vamos a mi casa para que te quites esa ropa mojada que vas a coger un catarro, hablaste me agarraste de la mano y no esperaste que yo decidiera.
La puerta de tu casa se abrió a una sala comedor muy revolucionaria. Los cuadros del Che Guevara y Fidel Castro ocupaban más de la mitad de la pared. Si se encuera delante de las fotos de estos dos locos, no se me va a parar, pensé. La cocinita al final del comedor daba a un patio de cemento, por el otro lado dos cuartos con baño intercalado. Yo vivo sola, y debo confesarte que mis padres porque se fueron por el Mariel, pero no tengo relaciones con ellos, bajaste la cabeza apenada. Eso a mí no me importa, que la chupes bien es lo importante, lo segundo lo pensé. Ve a quitarte la ropa mojada, ordenaste y pensé que leías los pensamientos.
Me encueré, traté de darme una ducha, pero no había agua y salí con peste a mojo de ajo y una toalla blanca enroscada en la cintura. Me esperabas desnuda detrás de la puerta y el empujón me tiró en la cama. Con euforia revolucionaria caíste sobre mí y me arrancaste la toalla contrarevolucionaria. Estiraste una mano hasta la mesita de noche y creí que sacarías un cuchillo porque te habían informado que me había apuntado en el bombo de visas de la embajada americana. Respiré aliviado cuando sacaste un preservativo.
¿Tú no tendrás por ahí, aunque sea un pan con mayonesa o un vaso de agua con azúcar?, te pregunté porque me habías invitado a comer. Me ignoraste. Oye, por mí no te preocupes que yo he templado un montón de veces después de comer, te aclaré, pero tú al imperialismo no querías darle ni un tantico así. Déjate de blandenguerías y crécete ante las dificultades, me gritó y me empezó a mamar el pito. Me olvidé de la embolia, de la invitación a comer y del coma energético que me iba a dar porque el arroz con chícharos y el huevo hervido del almuerzo no daban para tanto.
Tenías tantas ganas de metértela que después de ponerme el pito como un palo te subiste en el caballo. Ya encajada volviste a estirar la mano para la mesita de noche. Si logras ponerme el preservativo con la pinga metida te doy un premio, pensé, pero ella buscaba una grabadora. Se escuchó el click del play.
“Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan, alcémonos todos al grito, Viva la Internacional…”.¿Acaso templabamos con La Internacional de música de fondo?, por suerte tu estabas buenísima y contigo hubiera podido singar hasta con los muñequitos rusos. El destino me ayudó cuando tuviste un orgasmo mientras te la mamaba, me decías para ya, para ya, y yo que soy espíritu de contradicción seguía con mi lengua y mis dedos en tu vagina y en una de tus contracciones le sonaste tremenda patada a la grabadora. No te dejaste vencer por la grabadora hecha mierda y convertiste el revés en victoria con una carga al machete a pecho descubierto y con las manos en el aire.
Ya llevamos dos horas en esto y hemos hecho la invasión de Oriente a Occidente dos veces palante y patrás, ¿Tú no me habías invitado a comer? –pregunté, era una cuestión de vida o muerte. Fíjate lo que te voy a decir, conmigo no hay estímulos materiales que valgan, al hombre nuevo le valen los estímulos morales, si quieres mañana te firmo el diploma de felicitación por el buen trabajo y me voy a dormir tranquila con la satisfacción del deber cumplido. Aproveché que roncaba como un camión ruso y me fui a su refrigerador. Solo tenía pepinos, por lo menos no habían quitado la luz. Encontré un poco de azúcar prieta y el agua de milordo me tranquilizó el estómago que todavía seguía pegado a la espalda.
Al otro día por la mañana me vestí con la ropa de yuca con mojo, en la calle compré una libra, leche y mantequilla a un bisnero. Cuando regresé ya tomabas café y sin preguntar de donde había sacado mis compras me disparaste un discurso sobre la necesidad de no fomentar la bolsa negra. Tampoco había que exagerar, hiciste una sesión de autocrítica revolucionaria y te lo comiste todo después que prometí no contarle a nadie.
Cuando te pregunté si regresaba en la noche, me dijiste que mejor en dos días porque te tocaba la guardia cederista. Yo pensé que ya eso no existía y me explicaste de la necesidad de predicar con el ejemplo pues eras la presidenta del CDR. Antes de irme me regalaste una tarjetica para ir a donar sangre. Te dije que sí y la tarjeta terminó en el tanque de basura desbordado de la esquina. Yo no era de los que van regalando la vida por ahí.
Una semana más tarde tuve ganas de una carga al machete y fui a visitarte. Antes de llegar a tu casa la gritería y el gentío llamaron mi atención. Dos mujeres y un hombre, vestían de blanco en el medio de la calle y en silencio levantaban carteles donde se leía: “Respeten los derechos humanos” y “Libertad”. La multitud los insultaba. Traté de acercarme, pero no logré avanzar. Entonces te vi con el palo en el aire. Esta calle es de Fidel, gritaste y le descargaste tu fuerza en la cabeza al hombre. El sonido de hueso roto me dolió y sentí la sangre manar por la piel abierta. El palo, el cartel, las manos del hombre y tu cara se empaparon de sangre. Aparecieron dos policías a cargar con el hombre de la cabeza rota y con las dos mujeres magulladas. Suéltenlos, que ellos no han hecho nada, grité, pero no me hicieron caso.
La multitud se disolvió y me acerqué, todavía jadeabas del esfuerzo o de la excitación por la sangre. El rojo coagulado dominaba tus manos, una parte de su rostro y tu pecho. Te miré a la cara deseando que no fueses tú y me sonreíste. Había satisfacción y felicidad en tu gesto. El asco me provocó deseos de vomitar.
Esbirra de mierda, ¿quién cojones te piensas que eres?, ¿crees que puedes ir por ahí golpeando a seres humanos que no piensen tu misma bazofia comunista? Das pena y eres una mierda de persona, maldigo el momento en que se me ocurrió meterte la pinga, grité con todas mis fuerzas. Delante de mí no se habla mal de la revolución, gusano, te voy a partir en dos, bufaste. Quisiste golpearme con tu palo ensangrentado, pero no me costó trabajo quitártelo de las manos y tirarlo en la calle. La gente pensó que teníamos una pelea entre amantes. Quisiste golpearme con tus manos y te sostuve las muñecas. Me cago en tu puta revolución, que lo único que trae es miseria, separación, muerte, dije. Patria o Muerte, gritaste. Cómete tu muerte asquerosa, yo quiero vida. Giré mi rostro, maldije mi instinto y me fui. Te dejé jadeando tu odio, tinta de rojo sangre y hasta alegre de avasallar a una persona por pensar diferente.