No estoy seguro si inventé lo que me sucedió en la tienda La Época de Neptuno y Galiano. Al almacén lo habían acabado de remodelar y entré para comprar calzoncillos. En la sección de hombres me atendió una mujer de no más de 25 años y pelo despeinado con orden. La piel blanca del rostro se llenaba de punticos que creí pecas. Nunca había visto a alguien tan pecoso y pensé que le podían haber estornudado en la cara después de tomarse un buche de malta. No me gustaron sus labios, o mejor dicho, su ausencia de labios, pues la boca se la habían hecho de un corte limpio debajo de la nariz. Se leía Ana en la solapa de su uniforme de tendera. El vestido color crema de cortes aburridos le quedaba demasiado ancho, como mínimo dos tallas extras y no tuve dudas de que a Ana le gustaba andar suelta. Fue muy amable a pesar de su voz demasiado aguda y me convenció de comprar los calzoncillos de mejor calidad que no siempre son los más caros. Aseguró que estaban confeccionados de una tela tan fresquita, que no dejaba sudar a los huevos ni en el más caluroso de los veranos. Ana insistió en la importancia de escoger el tamaño adecuado y a empujones me metió en el probador con un bulto de calzoncillos de distintas tallas en la mano. En los probadores de La Época cabía un hombre acostado, y el espejo que cubría toda la pared lucía tan limpio que confundí mi reflejo con mi verdadero yo. Me tuve que probar cuatro tallas para encontrar el tamaño ideal y todo el tiempo tuve la sensación de ser observado por Ana a través de la cerradura.
Después de quitarme el último calzoncillo y todavía encuero de la cintura para abajo, la puerta se abrió y entró Ana arrodillada. Me alegré de ahorrarme el viaje al barrio de Colón. Ana me demostró que sin unos labios carnosos también se puede mamar bien una tranca. A la tendera erótica lo que le faltaba de labios le sobraba de lengua. La observé desde el otro lado del espejo y me excitó ver a dos Anas idénticas chupándoselas a mí y a mi gemelo. Cuando el paladar de Ana le anunció que mi pinga más dura no se podía poner, hizo tres meneos con el cuerpo y el batilongo ancho salió expulsado de su cuerpo. La muchacha no usaba ropa interior y se tiró en cuatro patas mirando de frente al espejo. Cógeme el culo, me habló o quizás se lo dijo al verdadero yo del otro lado. Ana aprovechó mi sorpresa para escupirse los dedos y acariciar su ojete. El estornudador de maltas también había regado las pecas por su espalda, pero no había llegado a sus nalgas blancas como hoja de papel. Para encajarla le tuve que sacar su dedo del culo, el mismo que había ensalivado antes y que tenía dentro hasta la segunda falange. Yo había cogido bastantes culos y en ninguno entró la pinga tan fácil como en el de Ana. Parecía una vagina excitada, incluso me agaché para comprobar que no se la estaba metiendo por la chocha y la peste a mierda me lo confirmó. Ana tomó uno de los calzoncillos que me había probado, hizo un bulto con él y se lo metió en la boca para amortiguar los bufidos que salían de su garganta. Sus teticas de perra con las punticas rosadas bailaban el mismo ritmo de sus nalgas desde el otro lado del espejo. De pronto se escuchó una voz fuera que la trajo a la realidad. ¿Hay alguien aquí?, escuchamos y nos quedamos quietos. Podía ser su jefe o algún cliente que esperaba para ser atendido. Cuando el sonido de las pisadas se alejó, Ana desató entonces el ciclón del 26 en su culo y el remolino de su agujero negro me atrapó. De los empujones nos metimos del otro lado del espejo y cuando me vine no supe identificar si yo era el original o la copia reflejada.
Ana se ensartó el uniforme color crema con los mismos tres meneos del cuerpo que había hecho para quitárselo, pero al revés. No se despidió y no tuve tiempo de avisarle que le chorreaba un hilo de semen achocolatado por la pierna. El pito cagado me lo limpié con los calzoncillos de otras tallas. Salí del probador y busqué a Ana para pagar mi compra, pero no la encontré. Pregunté por ella en todas las secciones de la tienda y nadie me supo decir. Regresé varias veces a La Época y visité incluso otras tiendas de La Habana buscándola. Nada. Me hice adicto a los probadores de los almacenes, allí esperaba que se abriese la puerta y entrase Ana arrodillada o que saliera del otro lado del espejo. Una vez casi me sorprenden pajeándome en el probador de La Época y decidí que debía curarme.
Compré un uniforme de tendera, de la misma talla y color que usaba Ana y le bordé su nombre en la solapa. Me llevaba entonces el vestido a los bayús del barrio de Colón, elegía a las putas de nalgas más blancas y les pagaba extra para que se lo pusieran antes de cogerles el culo. En ninguna descubrí los meneos de cuerpo que hizo Ana para ponerse o quitarse la ropa y más de una me botó del cuarto cuando le estornudé un buche de malta en la espalda…