…Se lo entregué caliente y Maripili, desesperada por metérselo en la boca, lo tocó primero con la punta de sus dedos hasta que se adaptó a la temperatura. Entonces lo agarró con la mano por donde se veía más ancho. Le goteaba saliva por las comisuras de los labios. Con calma lamió los bordes con la punta de la lengua y luego descubrió el sabor nuevo con mordiscos sin dientes que parecían caricias. Su mandíbula se abrió hasta lo imposible y admiré las cavidades que amortiguarían los gemidos. Yo estaba de pie y ella, frente a mí, se sentaba en un asiento sin respaldar. Sus ojos fijos en los míos, vivían ajenos a los movimientos de su boca cerrada. Imploró con la mirada y la hice esperar un rato para incomodarla, o impacientarla. Tragó. Quiero más, me dijo y le alcancé un plato con otro chivirico acabado de freír. Maripili lo espolvoreó con azúcar…