
…Diego Velázquez hacía rato que buscaba un lugar donde fundar la villa de San Cristóbal de La Habana, dicen que en homenaje al cacique Habaguanex, pero realmente a quien él quería impresionar era a una de sus hijas de nombre Guanabanax, que no parecía taína, sino africana, por el ancho de las caderas y el olor a mujer en celo que dejaba por donde pasaba y que volvía loco al Capitán General de entonces.
Velázquez gustaba de pasear todas las mañanas por la ceiba cerca de la Bahía de Carenas y aquel dieciséis de noviembre de mil quinientos diecinueve hacía cierto fresquito cuando apuró el paso para calentarse observando de cerca a la india Guanabanax que de ropa solo traía además del “tapa-tapa”(taparrabo no era), un cesto de frutas tropicales en la mano.
Los mangos colgaban en delicia libre y las chirimoyas saltaban a cada paso de la exuberante taína. Al existir en aquella época frutas silvestres para todos nadie vendía un mango en cincuenta pesos, ni había colas para comprarlos.
No se sabe si fue accidental o fue una treta de la india camajana, pero estando Velázquez a menos de dos metros cayeron de un hueco de la cesta dos mangos, una papaya y un mamey colora’o. La india como quien no quiere las cosas se agachó a recoger lo perdido apuntando con el final de su espalda al Capitán General que no le “voló el Maine” porque faltaban todavía varios siglos para que el barco atracara en esa misma bahía. Pero la debilidad de Don Diego por el colora’o del mamey era conocida y por eso al ver que la fruta se abría generosa, no pudo contenerse. Se demoró un poco en el desespero de quitarse la armadura al ver como el mamey le hacía un guiño sin cambiar de color. El resto es además de amor desperdigado por las raíces de la ceiba, puro intercambio cultural.
Desde aquel día, Diego el poderoso, llamaría para siempre aquel lugar como el Templete, pues otro nombre no podía tener. El cura que tenía la misa de fundación de la villa por la tarde y primer “rescabuchador” cubano documentado, los observaba más turbado que nunca detrás de un árbol cercano. Con la mano derecha metida dentro de la sotana temblorosa quiso el padre incorporarse a la fiesta, pero fue rechazado para la suerte del nombre actual porque hubiese sido entonces el Triplete en vez del Templete.
La villa de San Cristóbal de La Habana se fundó ese mismo día por la tarde a la sombra de la misma ceiba y aunque dos soldados de la tropa se fracturaron la cadera al resbalar con las raíces todavía húmedas del árbol, la ceremonia fue un éxito por la emoción que le puso el cura a la misa de fundación.
Diego y la frutera se siguieron viendo todos los amaneceres ante la mirada de la ceiba y del cura que no se perdía una función trepado en el árbol. Meses más tarde, Guanabanax, molesta por su condición de amante furtiva y sin opciones concretas de mudanza a la casa principal, exigió un hogar digno de su condición, pues no soportaba que en el batey taíno la miraran con los ojos revira’os. A la india le aburría el frescor del bohío y le molestaba hacer la cola como todo indio para la mazorca de maíz importada, que la corona en gesto de falsa generosidad le vendía a los taínos en la moneda enemiga, aunque no alcanzasen para todos las mazorcas ni le pagasen a los indios con esa moneda.
Guanabanax sabía que cuando Don Diego se sumergía en los colores del mamey, perdía los papeles, por eso en uno de esos estados de semiinconsciencia le obligó a prometer construirle allí mismo, a la sombra de la ceiba, una casa que se llamaría el Templete, porque no encontraron mejor nombre que ponerle. Aquel nombre se caía de la ceiba como varias veces le ocurrió al cura de la sotana sudada.
A la taína, sin embargo, le habían echado mal de ojo pues en el trópico la envidia crece alimentada de felicidad ajena. Aunque las frutas estaban silvestres sin necesidad de mercados agropecuarios, levantaba ronchas que el señor Velázquez se comiera la mejor de ellas sin pagar impuestos ni hacer colas. Algunos consejeros descontentos y celosos de Don Diego, entre ellos el masturbador cura que en ese orden era que desempeñaba sus funciones, habían enviado varios correos anónimos al Rey de España quejándose de los malos manejos y desvíos de recursos del Capitán General.
El monarca ignoraba que los malos manejos, ya existentes antes de la llegada del Gran Almirante, serían heredados por los siguientes gobernantes por los siglos de los siglos, hasta hoy, donde el manejo en Cuba, a pesar del poco tráfico que existe es un caos.
La carta que escribió el convencido Rey como respuesta y a la vez decreto real acusaba de dejarse tentar por las mieles del poder a Don Diego que quedánsose con ganas de ver la cabeza del cura rodar y la suya dentro del mamey colora’o de Guanabanax fue montado en un barco de vuelta a Madrid. La pobre taína se quedó entonces sin Diego, sin casa y sin Templete.
Siglos después construyeron el edificio actual en homenaje oficial a la fundación de la villa, pero en homenaje oculto a los amantes, que todavía cada dieciséis de noviembre se revuelcan entre las raíces de la ceiba como si fuese la primera vez. Dicen muchas personas que cuando le dan las vueltas al tronco del árbol para pedir un deseo en el aniversario de la fundación, se pueden escuchar gemidos de placer en taíno antiguo mezclados con “hostia, qué sabroso está este mamey”.
Como mismo pensaba Don Diego y Guanabanax, no podría existir mejor nombre para esta edificación que el Templete, porque pudiera existir quizás una Habana sin la fortaleza de la Cabaña, o sin el convento de San Francisco de Asís, pero una Habana sin Templete no es posible, al menos para mí imaginármela.
